¡Viva la Constitución! era el grito de los liberales españoles que se enfrentaban al felón de Fernando VII. Hacían patente su defensa del texto que recogía los valores del estado liberal que se articuló en el siglo XIX. Era la forma de expresar la defensa de sus ideales y también su rechazo al absolutismo de un Fernando VII que, fuera de su país, en Bayona, había claudicado ante Napoleón Bonaparte entregándole la soberanía de España. Aquellos españoles que defendían la constitución apostaban, dentro del marco mental de una sociedad de principios del siglo XIX —nuestra primera constitución se aprobó en 1812—, por la igualdad ante la ley o la separación de poderes.
El llamado Antiguo Régimen se caracterizaba por el absolutismo del monarca que concentraba en sus manos el poder legislativo —en otro tiempo las Cortes tuvieron un papel destacado que perdieron a partir del siglo XVII—, el poder ejecutivo y el poder judicial. En aquella sociedad no se era igual ante la ley. Unos disfrutaban de privilegios de los que otros carecían. Así, unos pagaban impuestos, llamados pechos por lo que se les denominaba pecheros, mientras otros estaban exentos de ese pago: los nobles y los clérigos. Incluso las leyes se aplicaban de diferente forma a unos y otros. Mientras que un mismo delito era castigado con una pena menor e incluso no se sancionaba, otros por el mismo delito sufrían graves penas, incluidas las corporales.
Hoy, más de doscientos años después de que se aprobase aquella constitución, los españoles nos encontramos bajo el paraguas legal de otra constitución donde se recoge que todos somos iguales ante la ley y que consagra la separación de poderes. El gobierno tiene el poder ejecutivo, que es controlado por el legislativo representado en la Cortes, donde reside la soberanía nacional —Congreso de los Diputados y Senado— y el poder judicial es independiente. La mayoría de los españoles se muestra favorable al mantenimiento de esa constitución, aprobada en referéndum en 1978, y que lleva camino de convertirse en la más duradera de nuestra historia —acaba de cumplir cuarenta y cinco años—. Por el momento sólo es superada, desde el punto de vista de su duración, por la de 1876 que estuvo en vigor cuarenta y siete años, hasta que fue suspendida por el golpe de estado de Primo de Rivera en 1923. No obstante, hay quienes consideran necesario cambiarla. Unos con el peregrino argumento de que ellos no la votaron, como si las constituciones fueran cosa generacional —los británicos y estadounidenses de hoy, por ejemplo, tampoco han votado las constituciones que les rigen y que tienen siglos de existencia—, sin tener en cuenta que una constitución recoge los principios básicos donde se asienta una democracia. Es cierto que alguno de sus artículos necesita ser modificado como el que regula la sucesión a la Jefatura del Estado. Pero de ahí a cambiarla porque el texto haya quedado obsoleto hay una diferencia abismal. Lo que debería preocuparnos es si está asegurada la separación de poderes, si somos iguales ante la ley o si el poder judicial es independiente. En cualquier caso, como decían los liberales decimonónicos contra el felón de Fernando VII, cuya palabra carecía de valor: ¡Viva la Constitución!
(Publicada en ABC Córdoba el viernes 8 de diciembre de 2023 en esta dirección)