Hay pocas dudas de que en la política española empieza a vivirse un tiempo nuevo. Estamos a las puertas de un tiempo donde las novedades se encadenan un tras otra, dando lugar a situaciones desconocidas hasta ahora. Dicha afirmación no está hecha, exclusivamente, desde la perspectiva de una novedad como la que supone la existencia de lo que ha dado en llamarse la eclosión de las formaciones emergentes, que ha venido a romper el bipartidismo de socialistas y populares. Nos referimos al hecho de que estamos ante unas actitudes novedosas y que por el simple hecho de serlo no tienen por qué significar una mejoría.
En tiempo de la transición había un elevado espíritu de consenso, sin vetos ni exclusiones. Aquel espíritu permitió, según cuenta Eslava Galán en “Una historia de guerra civil que no va a gustar a nadie”, que el alcalde comunista de la localidad onubense del Rosal de la Frontera pidiera al párroco que se cambiasen que los semblantes de los moros pateados por el caballo del Apóstol Santiago, cuya imagen presidía el retablo mayor de la iglesia. El retablo había sido restaurado en los años de la postguerra, tras haber sido incendiado por los milicianos, y los sarracenos semblantes eran los de los camaradas Lenin, Trotsky o Stalin. Para el alcalde comunista aquello era denigrante y el párroco aceptó la sugerencia de cambiar los rostros porque, como dicho queda, aquel era tiempo de consenso.
Este tiempo nuevo, en el que algunos quieren ver una nueva transición, está muy alejado de aquel espíritu que permitió salir a España de una dictadura y convertirse en una democracia parlamentaria, lo que pudo, sin aquel espíritu, haberse convertido en un monumental atolladero.
Vemos estos días al socialista, Pedro Sánchez pidiendo consenso, rechazando vetos y buscando acuerdos, después de no haber querido hablar con el presidente del partido más votado en las elecciones del 20 de diciembre. Este nuevo tiempo, para el líder socialista, ha de construirse sobre un consenso que responda a sus particulares conveniencias. Otro tanto ocurre con el ínclito Pablo Iglesias, cuya capacidad para sorprender parece ilimitada -ahora supone para él un honor (palabra utilizada por Iglesias) ser vicepresidente Sánchez quien, hasta hace pocas fechas, era representante abominable de la casta-, quien se muestra excluyente con el PP y Ciudadanos. Ha puesto a Sánchez en la disyuntiva, al menos por ahora, de escoger entre él y Ciudadanos. Albert Rivera se muestra incompatible con Iglesias y rechaza de plano formar parte de un gobierno donde esté Podemos. También la representante de Coalición Canaria, Ana Oramas, afirma que apoyaría diferentes gobiernos, siempre que no esté Podemos. Acerca de la actitud de los independentistas catalanes, tanto Esquerra Republicana como Democracia y Libertad, baste decir que niegan el pan y la sal a todos los que no comulguen con sus ideas de secesión. Sánchez, que dice ahora no estar dispuesto a pactar con ellos -es de suponer que por imposición de algunos representantes del baronazgo socialista-, no vaciló en prestarle los senadores necesarios para que constituyesen sus correspondientes grupos en el Senado.
En España, ciertamente, estamos ante un tiempo nuevo. Pero eso no significa no necesariamente que sea mejor que el de la transición donde los pactos de amplio espectro, sin vetos ni exclusiones, permitieron consolidar una democracia que, con sus problemas y dificultades, nos ha deparado, posiblemente, las mejores décadas de nuestra historia.
(Publicada en ABC Córdoba el 10 de febrero de 2016 en esta dirección)