Diego de León, condenado a muerte, pidió un habano y dio monedas de oro e instrucciones a quienes lo fusilaron.

Nuestro siglo XIX es un siglo complicado. Es un siglo agitado, pero apasionante tanto por los acontecimientos acaecidos como los personajes que los protagonizaron. Es un siglo que se enmarca -los “siglos históricos” no suelen comenzar ni terminar con los “siglos cronológicos”- entre dos guerras de signo muy diferente: la guerra de la Independencia que, librada entre 1808 y 1813, concluye con la expulsión de los ejércitos napoleónicos de la Península y el retorno de Fernando VII a España, y la guerra de Cuba que finaliza en 1898 con la liquidación de nuestro imperio ultramarino y que ha sido denominada como el “desastre del 98”.

Entre esas dos guerras, nuestros antepasados, libraron muchas otras y asentaron, con no pocas dificultades, una monarquía constitucional con los borbones -destronados en 1868- instalados nuevamente en el trono, después de haber intentado instaurar una dinastía diferente y vivir un desastroso ensayo republicano que vio desfilar por el gobierno a cuatro presidentes en tan solo once meses. Esa agitación, tanto en tiempos de la monarquía como del efímero y fracasado ensayo republicano, está protagonizada por personajes llamativos, algunos de ellos verdaderamente singulares, como es el caso del general Diego de León, quien da su nombre a una importante calle de la capital de España y a uno de los principales nudos del suburbano madrileño. También en Córdoba tiene dedicada una céntrica calle que arranca de la plaza de las Tendillas y llega hasta Alfonso XIII. Diego de León tiene una calle en Córdoba porque es cordobés. Aquí nació en 1807, hijo de los marqueses de las Atalayuelas.

Tuvo una brillante carrera militar y participó en numerosas acciones bélicas por las que fue condecorado con la Laureada de San Fernando y le fue concedido el título de marqués de Belascoaín. Políticamente, estaba ligado al partido moderado y estuvo exiliado en Francia. Su última actuación fue el fracasado intento de golpe de Estado que los moderados orquestaron para acabar con la regencia del progresista Espartero. El fracaso de aquella intentona -una más de las muchas que vivió nuestro siglo XIX- lo llevaron ante un consejo de guerra que lo juzgó y le impuso la pena capital.

Como todo condenado a muerte, don Diego solicitó una última voluntad que le fue concedida y eso añade un rasgo más a la singularidad del personaje. Pidió un puro y ser llevado en carroza descubierta al sitio donde iba a tener lugar la ejecución, en las afueras de Madrid. A lo largo del trayecto se fumó el habano y no dejó de saludar a las gentes que se agolpaban a lo largo del recorrido y que lo aclamaban como a un héroe. Llegado al lugar, vestido con su uniforme de gala, el propio Diego de León regaló unas monedas de oro a los soldados que formaban el pelotón a los que él mismo dio las órdenes reglamentarias para llevar a cabo la ejecución, alentándoles a disparar con precisión y apuntando al corazón.

Todo un personaje de los muchos que aparecen en las páginas de nuestra historia decimonónica. Don Diego de León, un cordobés ilustre que está enterrado en Madrid, en la sacramental de San Isidro.

(Publicada en ABC Córdoba el 23 de noviembre de 2013 en esta dirección)

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