La Navidad es un tiempo donde los dulces, pese al rechazo que provoca el deseo generalizado de lucir apolínea figura, se convierten en elementos imprescindibles de nuestras mesas siguiendo una tradición de nuestra gastronomía, que celebra con dulces los momentos festivos. Las celebraciones han ido siempre acompañadas de comidas lo más opíparas posible. Todo un lujo en otro tiempo cuando comer no era algo tan frecuente porque en las sociedades agrarias una meteorología adversa —frecuente en climas mediterráneos— hacía que cada tres por cuatro surgieran las llamadas por los historiadores «crisis de subsistencia». Los bautismos, las comuniones o las bodas tenían y tienen en la mesa parte importante de su celebración. También la Navidad o la Semana Santa.
La obra de don Juan Valera nos ofrece numerosas referencias a los dulces de la gastronomía cordobesa de su tiempo —último tercio mitad del siglo XIX—, principalmente en tiempos festivos. Llama la atención que el autor de «Pepita Jiménez» no haya dejado referencias a los de otras partes del mundo cuando el escritor egabrense, por su condición de diplomático, visitó muchos países, frecuentó excelentes restaurantes y, necesariamente, algunas de las mejores mesas de allí donde ejerció su trabajo.
Los dulces que aparecen en su obra son los que comen sus paisanos. Nos presenta el chocolate como un artículo de lujo, bebido más que comido, porque para comprar una libra había que gastarse dos jornales de los que ganaba un peón agrícola. Por eso sólo aparece consumido por los señoritos. Nos dice que la boda de Pepita, celebrada con una gran fiesta en el patio de su casa, a los invitados que eran gente menuda se les agasajó con hojuelas, pestiños, gajorros, rosquillas, mostachones, bizcotelas y mucho vino y al señorío con almíbares, chocolate, miel de distintas clases, mistelas y rosolis. En el «Comendador Mendoza» señala las tortas de bizcocho, el pan de aceite, los polvorones y los hojaldres y afirma que, por lo general, las fiestas solían rematarse con agua de azucarillos. En «Las ilusiones del doctor Faustino» saca a relucir el piñonate y los alfajores, y una variada muestra de arropes como obsequios que se cruzaban entre las damas con motivo de alguna festividad; e indica que en el otoño, tiempo de vendimia y recolección, se hacían gachas de mosto y carne de membrillo.
Particular atención prestó don Juan a los llamados dulces de Semana Santa, que él denominó como «frutas de sartén». Dejó constancia de los gajorros, un celebrado dulce de la Semana Santa egabrense, que definió como una «especie de pestiño en forma cilíndrica» con los que regalaba a los «apóstoles, nazarenos, el santo rey David y todos los demás profetas y personajes gloriosos del Antiguo y Nuevo Testamento que figuran en las deliciosas procesiones que allí se estilan». En «Doña Luz» afirmará que el Jueves Santo se obsequiaba a los señores con dulces variados, como hojaldres con chocolate, empanadas, hornazos, tortas de polvorón y de aceite, y roscos de vino y huevo. No especificó los dulces de Navidad, aunque, sin duda, algunos han quedado consignados. Se refirió a ellos como «mil golosinas para Navidad», sin entrar en más detalles. Sin duda, estarían las perrunas, los alfajores o los polvorones. El tiempo de los dulces para Valera era una realidad en estas tierras a lo largo de todo el año, pero muy especialmente en el de las principales fiestas religiosas.
Hoy es Nochebuena les deseo muchas felicidades y una dulce Navidad.
(Publicada en ABC Córdoba el 24 de diciembre de 2016 en esta dirección)