Todos los nietos son más que listos. Son listísimos. Aunque el pequeño no haya dicho esta boca es mía porque todavía no sabe hablar.

Ser abuelo, en su acepción de ser padre o madre del padre o la madre de un nuevo vástago familiar, puede suponer vivir un cúmulo de sensaciones, aunque quizá sería más correcto hablar de emociones, que pueden tener algo de encontradas. Por una parte, alcanzar ese estatus familiar significa, generalmente, en una sociedad como la nuestra, donde la maternidad se produce bastante más tarde que hace sólo unas décadas, haber pasado la barrera de cierta edad. Esa circunstancia no satisface a todos porque el estatus de abuelo supone asumir otra acepción muy usual, la de persona anciana. Es cierto que quienes a una determinada edad tenían aspecto de ancianos hace sólo unas décadas, hoy muestran una vitalidad, unas ocupaciones y unas actitudes —incluida la forma de vestir— que distan mucho del concepto clásico de ancianidad.

Ser abuelo desde la perspectiva familiar significa revivir un momento mágico, como es la llegada al mundo de alguien muy próximo a nosotros. Pero se vive desde una perspectiva muy diferente. No sostengo que haya más ternura, ni más alegría, ni más preocupación por lo que pueda deparar el nacimiento de una criatura. Hay, sencillamente, una percepción distinta de dicho momento y una disposición diferente de nuestro ánimo. La llegada de un nieto produce en el abuelo una menor sensación de responsabilidad, pero al mismo tiempo una inclinación a asumir un papel en esa vida que acaba de nacer y que nos hace sentir que hemos entrado en una nueva etapa de la vida

Los abuelos, como los padres —entiéndase para quienes ejercen la suspicacia lingüística también a las abuelas y las madres—, ven en sus nietos, nada más nacer, unos bebés preciosos. Sólo emiten juicios sobre el aspecto físico de los recién nacidos porque no expresan pensamientos, tienen los ojos cerrados y cuando los abren sólo ven sombras, si bien algunos abuelos, a los pocos días del nacimiento, afirman convencidos de que les miran a ellos y poco después no albergan dudas de que hasta les reconocen. Pasados algunos meses, a la belleza física se suma una portentosa inteligencia. Todos los nietos son algo más que listos. Son listísimos. Aunque el pequeño no haya dicho esta boca es mía porque todavía no sabe hablar. Recuerdo que, hace unos años, a un amigo, con notables fundamentos intelectuales y sólida formación académica, me decía, refiriéndose a un nieto que llevaba en brazos, que era listísimo. Un tanto sorprendido, le pregunté si ya hablaba. Vamos… si ponía voz a su pensamiento. Me respondió que no. No hablaba, pero afirmaba sin vacilar que «se fija mucho».

Hoy me explico lo que aquel amigo me decía y que entonces pensé que se trataba de la incongruencia propia de un abuelo al hablar de su nieto. Me lo explico porque recientemente he sido abuelo. Un estado familiar donde, más allá de emociones encontradas, se pierden ciertos controles racionales. Mis nietos —son dos porque han sido mellizos— son dos niños preciosos —hasta hace unos días afirmaba que todos los recién nacidos me parecían iguales— y supongo que dentro de poco tiempo, aunque todavía no hablen, empezaré a decir no que son listos, sino listísimos. He comprendido que eso significa, al menos para muchos de nosotros, ser abuelo.

A Alonso y a Mario

(Publicada en ABC Córdoba el 16 de julio de 2014 en esta dirección)

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