La imagen que días atrás ofrecía ABC Córdoba del aspecto del río Guadalquivir a su paso por el Puente Romano era inquietante. Se podía cruzar a pie con sólo calzar unas botas de agua. Una imagen que queda muy alejada del proyecto barajado en tiempos de Felipe II para hacerlo navegable en el tramo entre Córdoba y Sevilla.
Sin embargo, esta sequía no supone una novedad. Los climas mediterráneos son propensos a periodos de sequía prolongados, que ponen en dificultad la vida de las personas y sus actividades. En muchas ocasiones esas sequías han estado asociadas con grandes lluvias tan dañinas o más que la propia falta de agua.
He aquí una muestra referida a una sequía en en Córdoba en el año 1683: «En todo el año 1683, hasta fines de noviembre no se vio la menor lluvia. La tierra de casi toda Andalucía se secó; los frutos se quemaron; los árboles ardían; los granos se fueron a mendigar a otras provincias; los ganados perecieron…». La situación era tal que Juan Gómez Bravo, en su «Historia de los obispos de Córdoba y breve noticia histórica de su Iglesia-Catedral y Obispado», señala como el corregidor de la ciudad, Ronquillo y Briceño, amenazó a los labradores que no querían sembrar las tierras con entregárselas a los jornaleros. La medida no se llevó a efecto porque a comienzos del mes de diciembre comenzaron a caer aguaceros torrenciales.
Esos aguaceros fueron tan intensos entre finales de noviembre y primeros de diciembre que el Guadalquivir tuvo cinco avenidas en pocos días y muchas casas, próximas al río, se hundieron. Los molinos de la ribera quedaron atascados y no era posible moler el trigo convirtiendo la escasez de pan en un grave problema para los cordobeses. La ganadería, entonces mucho más importante que ahora, sufrió las consecuencias de los aguaceros. Los dueños de los animales preferían venderlos antes de que murieran y se vendieron vacas a treinta o cuarenta reales, borricos «no muy malos» a diez reales y caballos por cincuenta reales. Nos cuenta don Luis María de las Casas-Deza en sus «Anales de la ciudad de Córdoba» que por orden del obispo aquel año «no se guardó la Cuaresma (1684) y los pobres comieron gran cantidad de carne de las reses que morían en el campo por hambre. Se murió las tres cuartas partes del ganado y el trigo llegó a valer ciento diez reales la fanega [compárese con el precio en que se habían vendido vacas o caballos] y sesenta y seis la de cebada. Las gallinas a diecisiete reales y los huevos, ocho cuartos cada uno. Caía la gente muerta de hambre en las calles».
Si bien era un caso extremo, no se trataba de algo excepcional. Las sequías que aparecen recogidas en la propia Biblia, referidas al otro extremo del mar Mediterráneo, son de una dureza extraordinaria y señalan las graves consecuencias que se derivaban de ellas. En muchos archivos parroquiales de la diócesis cordobesa se encuentran numerosos testimonios en notas marginales que pueden leerse en los libros sacramentales en donde recogen expresiones de alegría por «la llegada de las tan esperadas lluvias» que se asociaba a la intercesión de imágenes sacadas en procesión de rogativas.
La sequía actual causa alarma. El consumo de agua es mucho más elevado y tiene poco que ver con el de otros tiempos. Pero no supone una novedad en esta tierra. Esperemos que las lluvias lleguen en su momento y no lo hagan con la intensidad de 1683.
(Publicada en ABC Córdoba el 4 de noviembre de 2017 en esta dirección)