Sánchez ya está investido como presidente del gobierno, cierto que por la mínima -167 votos a favor y 165 en contra-, pero investido, al fin y al cabo. Tenía prisa por celebrar el debate, mucha más de la que ahora tiene para formar gobierno, desmintiendo su afirmación de que España lo necesitaba con urgencia. Pero eso es algo que en Sánchez no debe de extrañarnos lo más mínimo. Sus prisas para celebrar el debate de investidura parecen apuntar a una falta de confianza en los acuerdos, muy opacos, cerrados con fuerzas políticas que tienen poco en común e incluso son poco recomendables para algunos. Esos acuerdos hicieron que los regionalistas cántabros cambiaran su voto, pasado del apoyo al no, pese a las amenazas socialistas, luego no cumplidas, de poner en dificultad el gobierno de Revilla en Cantabria. También sobrevolaba en el ambiente el recuerdo del tamayazo, sobre todo porque algunos de los llamados barones socialistas habían hecho declaraciones poco tranquilizadoras para los propósitos de Sánchez. No deja de ser significativa la ausencia en el hemiciclo, durante el debate de investidura, de los presidentes autonómicos de Extremadura, Castilla-La Mancha y Aragón. En estos días no han aparecido por el hemiciclo ni Rodríguez Vara ni García-Page ni Lambán. Si estaba Susana Díaz, la jefa de la oposición en Andalucía.
El debate fue bronco, hosco, en algunos momentos tabernario en lo que se refiere a las formas. Dejó una triste estampa que es una prueba evidente de las tensiones que se viven en el país. Hay quien dice que los políticos son el reflejo de la sociedad.
Hemos asistido a abrazos inconmensurables y hasta llamativas llantinas que están fuera de lugar. También a exabruptos incalificables como los de la diputada Bassa que, más allá de que la gobernabilidad de España le importe un comino, utilizó el Congreso como tribuna para un desahogo personal. También hemos asistido a elocuentes silencios. Silencios llamativos ante algunas preguntas directas y necesarias sobre asuntos a los que el candidato a la investidura no ha respondido y a los que en su discurso apenas dedicó unos segundos. Pasó de puntillas sobre el principal problema que hoy afecta a España. También hubo silencios humillantes ante determinadas afirmaciones de los independentistas catalanes y de los herederos políticos de los asesinos de ETA que, más allá de producir sonrojo, son elocuentes de lo que puede depararnos esta legislatura.
También ha resultado llamativo el voto de la diputada de Coalición Canaria, Ana Oramas. En un Congreso donde la partitocracia enseñorea los escaños de sus señorías, es llamativa la actitud de una diputada que es capaz de hacer frente a la decisión de la ejecutiva de su partido, por razones de principios y de conciencia. No sé cuál será el futuro político de Ana Oramas en un sistema donde el poder de los partidos prima sobre cualquier otro planteamiento y el acatamiento de las directrices, sean cuales sean, de las ejecutivas es la nota dominante. En su intervención percibí aromas de despedida. Sería una lástima porque tuvo el gesto, por el que tanto se clama, de mostrar la independencia del diputado a la hora de manifestar su posición y su voto, independencia que está recogida en la Constitución. Quiso ser fiel a sus principios que no encajaban con los planteamientos -más bien con los acuerdos cerrados por el candidato con ciertas formaciones políticas presentes en el hemiciclo- y votó en contra.
(Publicada en ABC Córdoba el 11 de enero de 2020 en esta dirección)