Las limitadas voces que se han alzado siempre contra la dedicación de tales piezas a tan modestos menesteres, sólo encontraban el silencio como respuesta hasta que, ese desdeñoso silencio se transformaba en griterío, más propio de jaula de grillos, cuando llegaba la noticia de que el cenicero, el macetero o el lastre del sumidero podía alcanzar cifras elevadas en una subasta. En la Córdoba de nuestros amores, la que atesora el pasado califal, únicamente entonces se encienden las alarmas y se toca a rebato y se busca al desalmado que trata de lucrarse de modo tan impío. Es como si, repentinamente, el cenicero, el macetero o el reposapiés cobraran valor y se convirtieran en pieza donde se refleja la grandeza de otro tiempo que permite conocer aspectos sustanciales de nuestro pasado.

Pasado el turbión, tranquilizados los ánimos, presentadas las denuncias… las aguas de la cultura vuelven al cauce de la cotidianeidad, la que mi apreciado Luis Miranda, días atrás, denominaba certeramente como cultura del salmorejo —con todos los respetos que me consta guarda a tan delicioso manjar, otrora un «quita hambres» de los jornaleros cordobeses y hoy elevado a delicia gastronómica por la cocina moderna—, plato que ha recorrido el camino inverso de los capiteles, vigas o atauriques, pasando de ser modesto alivio del hambre de los menos favorecidos por la fortuna a exquisitez culinaria. Espléndido ejemplo de lo que he comentado en alguna ocasión, a propósito del descrédito social de maestros y profesores frente al reconocimiento que han alcanzado los cocineros. Lógico, si pensamos que nuestro sistema educativo se sustenta en la Logse y la exaltación de las hispanas cocinas ha llevado a que un oriental pague la bonita suma de más de 28.000 euros por compartir mesa con Ferrán Adriá.

(Publicada en ABC Córdoba el 8 de mayo de 2013 en esta dirección)

 

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