Desde bien entrado el siglo XIX, cuando se consagran los gobiernos liberales en España, lo normal fue que el traspaso de poderes se hiciera de forma agitada y violenta o incluso en circunstancias más negras aún. Me refiero en este último caso a que el relevo en la presidencia del gobierno se llevara a cabo como consecuencia del asesinato del titular. Esa circunstancia se ha repetido hasta en cinco ocasiones en los últimos 150 años. Fueron asesinados Juan Prim Prats en 1870, Antonio Cánovas del Castillo en 1897, José Canalejas y Méndez en 1912, Eduardo Dato Iradier en 1921 y Luis Carrero Blanco en 1973. Muchos nuestros gobernantes fueron expulsados de la presidencia «manu militari». Es el caso, entre otros, de Emilio Castelar de quien cuentan, con notoria exageración, que fue sacado a mamporros del Congreso de los Diputados por el general Pavía o de Práxedes Mateo Sagasta a quien el pronunciamiento de Martínez Campos le agrió el Año Nuevo de 1875 o a García Prieto, quitado en medio por el golpe de Estado de Primo de Rivera de septiembre de 1923. Hubo también quien necesitó poner a toda prisa tierra de por medio, como fue el caso de Salustiano de Olózaga o que hizo el traspaso de poderes casi al mismo tiempo de recibirlo; le ocurrió al cordobés Ángel Saavedra, duque de Rivas cuya presidencia de gobierno duró 48 horas.

Hemos de felicitarnos por la normalidad que ha presidido el traspaso de poderes en el reciente cambio de gobierno. Es la normalidad que debe imperar en la vida política de una democracia y que apenas suele resaltarse precisamente por eso porque es la normalidad. Lo habitual es apuntar con el dedo a las broncas con que nos obsequia frecuentemente el devenir de la actividad política. Nuestra democracia, que ya entró en su etapa de madurez y camina hacia su cuarta década, a pesar de los inconvenientes, a pesar de los ataques desde los dos extremos de sistema, vive como algo sin relevancia el traspaso de poderes.

Un traspaso que deja cesantes —como se decía en otro tiempo— a próceres importantes cuya experiencia sería conveniente aprovechar, más allá de las diferencias ideológicas, admitiendo que no es posible con algunos de los que vistieron la púrpura. Ocurre en otros países y deberíamos tomarlo en consideración. No sólo en las alturas del poder sino en la larga cadena que supone el ejercicio de lo público en todos sus niveles. Tal vez, entrelazando pasado y presente, lográsemos de una vez por todas que al españolito que viene al mundo una de las dos Españas no le hiele el corazón. Sería edificar sobre lo ya cimentado, sin necesidad de arramblar con lo que construyeron quienes nos precedieron. Es más fácil ver el horizonte subidos a sus hombros porque si no lo hacemos nos seguirá faltando altura.

(Publicada en ABC Córdoba el 28 de Diciembre de 2011 en esta dirección)

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