Los cultivos, incluidos los de la llamada trilogía mediterránea –trigo, olivo y vid- no han permanecido invariables con el paso del tiempo. Las circunstancias políticas, económicas y sociales han influido en la configuración y transformación del paisaje agrario. Así, cuando en la Baja Edad Media, una frontera que iba desde tierras de la actual provincia de Cádiz, pasando por las de Sevilla y Córdoba, hasta las de Jaén, separaba el sultanato granadino en que reinaban los nazaríes de la corona de Castilla, en la larga franja fronteriza -que algunos llamaban frontera móvil por los cambios de mano en numerosas zonas- y que ha dejado su recuerdo en numerosos topónimos, abundaban las dehesas y pastizales. En ellas se alimentaban ganados que eran fácilmente puestos a resguardo cuando una razzia lanzada desde el otro lado de la frontera convertía la amenaza en realidad. Esa amenaza permanente hacía que hubiera pocos olivos y pocas vides porque los campesinos temían que acabasen talados, después de años de cuidados y crecimiento. La desaparición de la frontera, a partir de 1492, cuando la guerra sostenida por castellanos y musulmanes concluía con la rendición de Granada, el paisaje agrario en las zonas fronterizas experimentó un cambio notable. Muchas dehesas y pastizales, incluso las llamadas tierras de pan sembrar, se transformaron en olivares y viñedos. Había crecido la confianza de los campesinos con la desaparición de posibles ataques.
Otro cambio sustancial en el paisaje agrario cordobés se produjo lo largo del siglo XVIII. Con el crecimiento de la población en aquella centuria, las cifras que poseemos señalan que arrancaba con unos siete millones y concluía, según el censo de Floridablanca, con unos diez millones y medio, eran muchas más las bocas que alimentar. Hubo un importante proceso de roturaciones que ya era evidente cuando, a mediados de siglo, se elaboró el conocido como Catastro de Ensenada, en alusión el ministro de Fernando VI que impulsó su realización. En él se señala como en numerosos lugares dehesas y tierras de pastos se habían roturado para destinarlas a la siembra de cereales, al constituir el pan un alimento fundamental en aquella sociedad. Ese catastro señalaba que en las tierras meridionales del entonces reino de Córdoba las dedicadas a sembradura competían con olivares y viñedos. La campiña cordobesa estaba casi por entero dedicada al cereal.
Desde hace algunos años el paisaje agrario cordobés está sufriendo una profunda transformación. Las tierras dedicadas al cultivo de la vid revestían notable importancia en la zona que desde mediados del siglo pasado es la de denominación de origen de Montilla-Moriles. Hoy muchos viñedos, sustituidos por olivares, han desaparecido, reduciendo de forma considerable el cultivo de la vid. También ha desaparecido del sur de la provincia la llamada tierra calma, dando paso a olivares que configuran un monocultivo donde los restos de viñedos y tierra calma están siendo sustituidos por plantonares de olivar. Algo que ocurre también en la ondulada campiña donde asistimos a una creciente expansión olivarera que puede convertir al olivo en un monocultivo provincial con los riesgos que ello supone.
Parece que los bajos precios del aceite de oliva y la escasa rentabilidad del olivar quedan compensados por las ayudas que la Unión Europea mantiene para este cultivo. Pero el peligro de todo monocultivo que a este ritmo de modificación del paisaje cordobés tenemos a la vuelta de la esquina, no parece afectar la expansión del olivar. Veremos cuáles son sus consecuencias.
(Publicada en ABC Córdoba el 7 de diciembre de 2019 en esta dirección)