El Rey Católico estuvo en diferentes ocasiones en Córdoba, una de las ciudades más importantes de la Corona de Castilla con sus más de 30.000 habitantes y con derecho a voto en Cortes.

El pasado día 23 se cumplieron quinientos años de la muerte de Fernando el Católico. Ocurría en Madrigalejo, un  lugarcillo cercano a Plasencia. El rey viajaba para presidir, en el monasterio de Guadalupe, el capítulo de la Orden de Alcántara de la que era maestre, como de las demás órdenes militares, después de que las Cortes de Toledo, en 1480, acordaran que el rey sería sucesor de los maestres conforme fuesen falleciendo. Era un paso más en la configuración de las monarquías autoritarias que se imponían en la Europa de aquel tiempo.

A su muerte corrió el rumor de que su óbito era debido al consumo de cantárida, una especie de escarabajo (Lytta vesicatoria) de color verde amarillento, que reducido a polvo se tenía por un poderoso afrodisíaco en la época. El rey lo consumía para mantener el vigor que requería su segundo matrimonio. Fernando tenía 53 cuando se casó con su segunda esposa, la francesa Germana de Foix que sólo contaba dieciocho. También se rumoreó que se atiborraba de un guiso cuyo ingrediente principal eran los testículos de toro a los que también se adjudicaban propiedades afrodisíacas y vigorizantes.

El Rey Católico estuvo en diferentes ocasiones en Córdoba, una de las ciudades más importantes de la Corona de Castilla con sus más de 30.000 habitantes y con derecho a voto en Cortes. Aquí recibió, en 1486, a Cristóbal Colón por primera vez, viviendo todavía la reina Isabel. Fue su lugar de residencia en varias ocasiones durante la guerra de Granada y, según se cuenta, la noria del molino de la Albolafia próximo al Alcázar de los Reyes Cristianos, fue desmontada porque su ruido no dejaba dormir a la reina. En 1508 Fernando el Católico estuvo en Córdoba administrando justicia con dureza a cuenta de las injurias que don Pedro Fernández de Córdoba, sobrino del Gran Capitán, había infligido a un alcalde de Casa y Corte enviado por el monarca. Hubo ajusticiamientos, derribo de casas, azotamientos públicos y mutilaciones.

Aquella Córdoba estaba cerrada por sus murallas, cuyo perímetro era de unos 7.000 metros. El acceso a la ciudad se hacía por las numerosas puertas y portillos abiertos en ella. Algunas se han conservado hasta nuestros días como la de Almodóvar o la del Puente, esta última muy modificada; de otras nos queda el recuerdo de su existencia al haberse conservado sus nombres en la toponimia como es el caso las de Osario, Sevilla, Gallegos o Colodro; esta última cercana a la torre de la Malmuerta, que era torre albarrana. La Mezquita, convertida en Catedral cristiana desde que Fernando III reconquistara la ciudad, conservaba intacta su columnata musulmana, al no haberse construido aún el templo renacentista que hoy alberga en su interior. Las collaciones de la ciudad estaban agrupadas en torno a dos grandes núcleos, la Villa y la Ajerquía, separados por un muro interior en el que también se abrían algunas puertas para permitir la comunicación. En la zona de la ribera del Guadalquivir que se abría al este de la Mezquita se ubicaba una de las zonas de mayor actividad comercial de la ciudad, estaban algunas de las posadas y de los mesones más importantes y se encontraba la mancebía. Eran templos importantes, las llamadas iglesias fernandinas: San Lorenzo, Santa Marina… o san Nicolás de la Villa. En aquella Córdoba abundaban las casas solariegas con fachada de piedra junto a las enjalbegadas viviendas populares.

Todavía quedan notables vestigios de aquella Córdoba que tenemos obligación de conservar.

(Publicada en ABC Córdoba el 30 de enero de 2016 en esta dirección)

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