Hago esta reflexión ante el anuncio de una modificación del sistema educativo en vigor. Una modificación, a todas luces necesaria, ante los fracasos cosechados. Sin embargo, ese anuncio me preocupa ante la ola de pragmatismo que nos invade y despierta en mí interrogantes acerca del papel que han de jugar aquellas asignaturas que nos ilustran sobre nuestros ancestros como la historia y también el latín y el griego.

Al latín y al griego quiero referirme, a cuenta de la situación en que se encuentran los estudios de estas dos lenguas —soporte del anclaje cultural de lo que denominamos mundo occidental— en nuestro sistema educativo, una de cuyas realidades palpables ha sido la práctica desaparición del latín y del griego de nuestras aulas. Su estudio se limita hoy en la enseñanza obligatoria a unos rudimentos para aquellos alumnos que deciden escoger latín como asignatura optativa. Se trata de una exigua minoría y en muchos centros ni siquiera existe la posibilidad de elección porque en su programación ni siquiera se oferta la opción. Eso significa que, desde hace años —demasiados— la inmensa mayoría de los estudiantes españoles desconoce por completo la lengua en la que se cimenta la nuestra -la gran mayoría de nuestras palabras tiene su origen en el latín- y desconocen los pilares de una civilización donde se encuentran los fundamentos de nuestra cultura.

En el abandono del estudio del latín como lengua y como fuente de conocimiento, no sé si ha influido más la estulticia, adornada de ribetes de pragmatismo, de aquellos que la consideran una lengua muerta o el sectarismo de quienes la vinculan a unas prácticas religiosas que habían sido, hasta el Concilio Vaticano II, el vehículo de la liturgia y los rituales de la iglesia católica. En España los estudios de latín y griego están en clara inferioridad respecto a otros países de nuestro entorno como Francia, Alemania o Italia. Su desplazamiento a las catacumbas no ha tenido como consecuencia que nuestros alumnos hayan mejorado en otras materias, como por ejemplo en sus niveles de comprensión escrita, según revelan los informes Pisa, que se nos sitúan en puestos de sonrojo. Por el contrario, han logrado que el desconocimiento de nuestras raíces, las que nos hacen formar parte de Europa, sea tan profundo que ignoran quiénes son porque no saben de dónde vienen. La reforma educativa que se nos anuncia necesita mucho más que la ampliación de un año en el bachillerato. Debemos mucho a la cultura grecolatina de la que somos hijos, aunque hoy Italia y Grecia, como nosotros, estén de capa caída. Los pragmáticos también tienen un buen argumento para potenciarla.

(Publicada en ABC Córdoba el 1 de febrero de 2012 en esta dirección)

 

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