Una de la batallas políticas más importantes libradas por el constitucionalismo español a lo largo del siglo XIX fue la de determinar el papel de la Corona en el nuevo Estado que surgía tras el desmantelamiento del Antiguo Régimen. Ya entre los diputados que se dieron cita, primero en la Isla de León -hoy San Fernando- y después en Cádiz, que alumbraron la primera de la constituciones españolas, la de 1812, conocida popularmente como la Pepa, hubo un fuerte debate sobre el papel de la Corona. Finalmente, aquella Constitución dejaba en manos de rey importantes competencias. Entre ellas la de vetar las leyes elaboradas por las propias Cortes. Durante el llamado Trienio Constitucional el papel del rey fue uno de los grandes enfrentamientos entre doceañistas y veinteañistas y, tras las vicisitudes del triste reinado de Fernando VII, el debate volvió a la palestra política en la España isabelina. Los moderados abogaban por otorgar importantes prerrogativas al monarca, mientras que los progresistas buscaban recortarlas. Esa cuestión, junto a la del sufragio, la confesionalidad del Estado o la forma de administrar justicia, fue uno de sus grandes caballos de batalla. Poco a poco, conforme se asentaba el estado liberal, el papel de la Corona fue tomando la forma de un poder moderador de carácter esencialmente representativo.
Ese rango es el que aparece recogido ya en la Constitución de 1876, la que surgió del consenso entre el conservador Cánovas del Castillo y el liberal Práxedes Mateo Sagasta. La regente María Cristina de Habsburgo, que hubo de asumir la larga minoría de edad de quien sería Alfonso XIII, mostró una exquisita escrupulosidad a la hora de actuar. Siempre lo hizo según el marco establecido por la constitución. No podemos decir lo mismo de Alfonso XIII.
Recuperada la democracia, tras la dictadura franquista, y establecida la monarquía constitucional como forma de Estado, según se recoge en la Constitución de 1978, tanto el rey Juan Carlos I, como su sucesor Felipe VI, han mostrado un tacto exquisito a la hora de asumir su papel de monarcas constitucionales. En todo momento han respetado el marco establecido y ejercido las funciones que le están asignadas en la carta magna.
Resulta, cuando menos inaudito que Pablo Iglesias, el líder podemita, formule planteamientos como el de manifestar públicamente que el jefe del Estado, Felipe VI, presione al presidente del gobierno en funciones para que se configure un gobierno que evite unas nuevas elecciones. Un gobierno, evidentemente de coalición, con la participación de Podemos en el consejo de ministros, como él quiere. Iglesias no ha tenido empacho alguno en plantear que la más alta institución del Estado se salga del marco que le asigna la Constitución para dar satisfacción a sus particulares deseos políticos. Eso sólo puede ocurrírsele a un indocumentado o un desesperado -mejor no pensar que se trata de la argucia de un político trapacero para desgastar la institución- que busca soluciones, incluso anticonstitucionales para intentar sacar su carreta al llano. Un planteamiento como ese que llevaría el jefe del Estado a abandonar el papel de poder moderador y representativo que le otorga la Constitución vigente. Verdaderamente inaudito. Solo explicable por el hecho de que Pablo Iglesias que no se recata de mostrar su desprecio por el texto constitucional de 1978 tildándolo de forma oprobiosa, diga una barbaridad como esa. Una barbaridad que, formulada por otro líder político, le habría llevado a desencadenar una verdadera tormenta política. Lo dicho, inaudito
(Publicada en ABC Córdoba el 18 de septiembre de 2019 en esta dirección)
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