En 1957, hace sesenta años, se iniciaba, con una serie de tratados esencialmente económicos y conocidos como los Tratados de Roma, la andadura de lo que hoy es la Unión Europea. Los firmantes eran La Alemania Federal -existía la Alemania Democrática, cosa que no era, dominada como estaba por el comunismo soviético-, Francia, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Eran tratados con los que se perseguía una unión aduanera, se coordinaban programas de investigación atómica o se regulaban sectores tan importantes en la economía de entonces como el carbón o el acero. Con el paso de los años aquellos tratados fueron ampliándose en lo referente a nuevas integraciones y a la incorporación de nuevos Estados, como era el caso del Reino Unido que lo hacía en 1973, después de haber fracasado en su intento de crear una organización alternativa a lo que iba tomando cuerpo a partir de los mencionados tratados. España ingresaba junto a Portugal en 1986.
Lo que se iniciaba hace seis décadas ha pasado por múltiples vicisitudes, incluidas abandonos menos sonados que el denominado brexit, como el protagonizado por Groenlandia en 1982. Pero lo más importante es que los viejos e históricos enemigos de antaño no han empuñado las armas, como hacían en otro tiempo, para dirimir sus diferencias y que en el pasado siglo dieron lugar a las dos confrontaciones bélicas más atroces que ha conocido la humanidad. Sólo por eso los tratados firmados en Roma el 25 de marzo de 1957 ya tienen un valor extraordinario. No sólo ha roto con las formas de dirimir desencuentros en el pasado, sino que el camino que se iniciaba entonces ha deparado, con una más que notable ampliación territorial y de elementos comunes que se han acordado en diferentes tratados, una Europa muy diferente. Los tratado de Maastrich, Ámsterdam, Niza o Lisboa han perfilado lo que hoy se conoce como la Unión Europea que va mucho más allá de una unidad aduanera o de planteamientos estrictamente económicos, como se formularon en su origen y que supone la libre circulación por el llamado espacio Schengen de personas -hoy en crisis como consecuencia de las restricciones de determinados países-, de capitales o de mercancías, o la existencia de euro. Se ha configurado un espacio de libertades y bienestar social que, con sus problemas, no tiene comparación en el planeta.
Sesenta años después crecen los denominados euroescépticos que siempre los hubo. A ello se suma la aparición de populismos, tanto desde la derecha como desde la izquierda, situados en los extremos del espectro ideológico, y que uno de cuyos objetivos es tirar por la borda lo construido en este tiempo. Unos miran a lo que hoy es la Unión Europea con cierto desdén y otros abogan por volver al viejo sistema. Formulan sus planteamientos desde posiciones diferentes, pero conducen al mismo sitio. Se celebra un sesenta aniversario -un tiempo considerable-, pero inmersos en una crisis. Lo que la historia nos enseña es que las crisis pueden acaban con realidades consolidadas, pero también permiten reforzar determinadas estructuras y hacerlas más fuertes. El brexit no es el fin de la Unión Europea, eso quisieran algunos. El Reino Unido nunca ha tenido un encaje fácil en ella. Los problemas que la Unión tiene planteados necesitan una solución. Además de celebrar sesenta años han de buscarse remedios para poner sordina a quienes quieren volver a la Europa de las fronteras. Holanda sólo ha sido un paso en ese camino que no es fácil. No lo ha sido nunca.
(Publicada en ABC Córdoba el 25 de abril de 2017 en esta dirección)