Hay quien discute a la Iglesia la titularidad de la Mezquita-Catedral aprovechando que las aguas de la sociedad bajan revueltas.

Corría el año 1236 cuando las tropas de Fernando III se apoderaron, con inesperada facilidad, de la ciudad que había sido capital del califato omeya. Con el paso del tiempo la ciudad pasó a manos cristianas; su mezquita aljama —construida sobre la iglesia visigótica de San Vicente— fue dedicada al culto cristiano. Desde un punto de vista religioso se convertía en una catedral y, en ausencia del primado Rodrigo Ximénez de Rada que se encontraba en Roma, fue consagrada por el diocesano de Osma Juan de Soria y fue su primer titular don Lope de Fitero.

El grandioso monumento, ya como templo cristiano, ha vivido numerosas transformaciones a lo largo de los siglos. Se construyó una capilla real que fue mausoleo de monarcas castellanos —Fernando IV y Alfonso XI— hasta su traslado a la cordobesa iglesia de Hipólito. La modificación más importante tuvo lugar en el siglo XVI al construirse una gran nave, bajo planteamientos arquitectónicos renacentistas, que rompió la unidad del edificio. Se levantó una gran polémica que implicó al mismísimo Carlos I que dio finalmente su autorización, al parecer sin saber muy bien lo que hacía. Más tarde, según Juan Bautista de Alderete, el monarca lamentó su decisión y llegó a afirmar que con aquella obra se había destruido algo único para poner en su lugar algo que podía encontrarse en cualquier parte.

Con alteraciones más o menos afortunadas, el monumento se ha mantenido como templo cristiano durante casi ochocientos años, lo que, sin duda, ha permitido que llegara hasta nuestros días y no corriera la suerte de tantos edificios civiles y religiosos hoy desaparecidos por causa de la incuria, el abandono o la especulación. Hoy la catedral de Córdoba, que en otro tiempo fuera mezquita musulmana, es uno de los orgullos, probablemente el principal, del patrimonio cordobés. Ha desafiado el paso del tiempo, a diferencia de otros referentes de la Córdoba musulmana como, por ejemplo, la ciudad califal de Medinat Azahara, a duras penas reconstruida en una mínima proporción, después de estar literalmente desaparecida.

Hoy el emblemático edificio es objeto de tensiones por razones muy diferentes a las del siglo XVI y giran en torno a su titularidad. Hay quien se la discute a la Iglesia —con carácter legal sólo puede hacerlo una administración pública— y recoge firmas en aras de una gestión transparente, aprovechando, sin duda, que las aguas en la sociedad española bajan revueltas. Frente a esa pretensión se alza el peso de una historia centenaria, el de la ley que, en casos como este, tiene muy presentes y concede gran relevancia a los llamados usos y costumbres. Sin poder olvidar el enorme peso que supone haber hecho frente al mantenimiento realizado por la Iglesia —con una importante colaboración de las administraciones públicas en diferentes momentos— desde hace casi ocho siglos para mantener desde entonces el culto en la catedral de la diócesis cordobesa. Se trata de razones de mucho peso y que avalan las declaraciones tanto del alcalde de la ciudad como de la responsable de Cultura de la Junta de Andalucía en Córdoba, quitando leña a un fuego que se ha encendido con poco fundamento en un momento en que la ciudad está agobiada por problemas de mayor trascendencia.

(Publicada en ABC Córdoba el 22 de febrero de 2014 en esta dirección)

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