Desde los tiempos remotos la adivinación fue una realidad. Los chamanes prehistóricos tenían poderes adivinatorios. Podían predecir si la caza sería propicia o si el futuro de la tribu estaba asegurado. Los sacerdotes del antiguo Egipto —moviéndose en un terreno diferente al de los chamanes— tenían entre sus cometidos la práctica de las artes adivinatorias. Como adivinos se presentaban ante el pueblo cuando tenían datos que les permitían señalar la fecha en que, por ejemplo, iba a producirse un eclipse. Los griegos hicieron de la adivinación uno de los elementos fundamentales de sus creencias. Fueron muy numerosas y populares sus pitonisas —recuerden a Casandra, la troyana— y uno de sus grandes centros espirituales fue Delfos donde su famoso oráculo hizo predicciones extraordinarias. Tampoco quedaron atrás los romanos. Sus sacerdotes predecían el futuro sacrificando un animal y, observando el aspecto de sus entrañas, hacían predicciones. Su dictamen era de gran importancia y muy tenido en cuenta por las autoridades a la hora de tomar grandes decisiones, tales como elegir la fecha propicia para la fundación de una ciudad o para iniciar una campaña militar. Un arúspice vaticinó a Julio César el peligro que se cernía sobre su persona en los idus de marzo, recomendándole que estuviera alerta y se protegiese. También entre los judíos fue muy habitual la presencia de los llamados profetas, quienes se dirigían al pueblo anunciando situaciones futuras, que eran muy tenidas en consideración: algunas profecías provocaban reacciones de arrepentimiento colectivo, pero otras veces el pueblo la emprendía a pedradas con el profeta.
En lo que a la adivinación se refiere la tradición es, pues, larga y la historia nos ofrece numerosos ejemplos. La práctica de esas artes, pese al rechazo que genera entre los defensores a ultranza del racionalismo, ha llegado, no obstante, hasta nuestros días. Se dice que algunos personajes contemporáneos han acudido con frecuencia, a la hora de tomar grandes decisiones, al gabinete de alguna pitonisa. Se afirma incluso que alguno ha utilizado su propia casa como gabinete de artes adivinatorias al que acudían sus amistades y conocidos, pagaban el óbolo acordado, y recibían las predicciones y augurios correspondientes.
En estos días nos encontramos con un adivino político que no deja de hacer pronósticos en emisoras de radio, en cadenas de televisión o en declaraciones periodísticas; incluso las hace en sede parlamentaria, que debería ser lugar donde no se ejercitasen esa clase de prácticas. Pronostica por ejemplo que las formaciones de derechas no accederán a las mieles —también a los sinsabores— que proporciona el ejercicio del gobierno, al menos hasta que hayan pasado doce años. Predice también cuáles serán las decisiones que sobre su persona tomarán los altos tribunales a los que se les ha pedido que investiguen determinados asuntos que le incumben. Vaticina, aunque en este caso no da una fecha determinada, el final de la monarquía en España y la instauración de una república. En este caso, no aclara la clase de república que nos aguardaría.
Eran muchos quienes, tras las luces que nos trajo el siglo XVIII, conocido como el siglo de la razón, pensaban que ciertas prácticas habían quedado desterradas, al menos en los ambientes que presumen de impulsar los cambios que dan alas al progreso. Pero algunos que dicen pertenecer a ese mundo no se privan de ejercer de adivinos como los chamanes prehistóricos, los sacerdotes egipcios, los oráculos griegos, los arúspices romanos o los profetas judíos.
(Publicada en ABC Córdoba el 10 de octubre de 2020 en esta dirección)