Cuando una sociedad es agitada por un proceso revolucionario, sea del signo que sea, se producen situaciones inusuales. Fijémonos en Napoleón Bonaparte, hijo de un miembro de la pequeña nobleza de la localidad corsa de Ajaccio. Nabulione di Buonaparte, antes de afrancesar su nombre, jamás hubiera llegado a ser emperador de los franceses fuera del marco de la Revolución de 1789. A lo más que hubiera aspirado habría sido a ser un competente oficial de artillería, con posibilidades de ascenso limitadas, tras su paso por la academia militar de Brienne-le-Chateau y más tarde por la École Royale Militaire. Otro tanto ocurrió con Stalin, uno de los hombres más poderosos del siglo XX -también uno de los mayores criminales-, hijo de un campesino georgiano y de una sirvienta, que en pleno siglo XIX, en el imperio de los zares, eran siervos de la gleba. No hubiera llegado a ser el todopoderoso mandatario de la URSS sin la revolución bolchevique.

A una escala que no admite comparación por la talla del personaje, Nicolás Maduro es también un producto de la revolución. En este caso de la llamada bolivariana. Llegó al poder, tras la muerte del factótum de dicha revolución Hugo Chávez. Hay quienes consideran a Maduro un pobre hombre, con escasa formación y que, por mor de las circunstancias por las que ha atravesado Venezuela en las últimas décadas, ha llegado al poder. No creo que sea un pobre hombre, pese a que diga, con pretensiones de ser creído, que le habla un pajarito, encarnación de su padrino político, que vocifere improperios contra todo aquel mandatario que no está en sintonía con sus planteamientos, o que agite de forma histriónica el pequeño volumen que contiene la constitución bolivariana. Maduro es un sujeto peligroso que no tiene problema alguno para amenazar con la cárcel, sin el menor pudor, a los diputados de  la Asamblea Nacional por criticar sus decisiones y sostener planteamientos diferentes a los suyos. Tampoco lo tiene para encarcelar a los dirigentes de la oposición a su gobierno, democráticamente elegidos. Ni para sacarlos de la cárcel, ponerlos bajo arresto domiciliario y volver a meterlos en la cárcel de nuevo, según su particular criterio. Tampoco le supone un problema perseguir a los miembros del Tribunal Supremo, elegido por los representantes de la soberanía nacional, que huyen del país o buscan amparo diplomático en embajadas de otros países. Como tampoco lo tiene para, en medio de un fraude electoral denunciado por la propia empresa que había contratado para controlar  comicios, configurar una Asamblea Constituyente monocolor, sin respetar las normas que para dicha convocatoria están recogidas en la Constitución que agita continuamente en su mano durante sus comparecencias televisivas, cuya retransmisión es obligatoria para todas las televisiones del país.

Maduro, por mor de la agitada vida política venezolana ha llegado a un lugar para el que en modo alguno está cualificado, lo que no le ha impedido convertirse en un dictador que ha movido los hilos del poder a su antojo para perpetuarse en el cargo. Su golpe final, la disolución de la Asamblea Nacional.

En medio de la repulsa internacional, en España hay quienes, como el portavoz del PSOE, hablan de exageraciones periodísticas o quienes, como los más cualificados podemitas, afirman que España está sumida en la pobreza, mientras guardan un oprobioso silencio sobre lo que hace Maduro en Venezuela donde escasean los alimentos y las medicinas o se sufre una de las tasas de violencia más elevadas del planeta.

(Publicada en ABC Córdoba el 16 de septiembre de 2017 en esta dirección)

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