Hasta que el profesor Artola escribió su ensayo sobre los afrancesados, a mediados de los setenta del pasado siglo, los españoles que apoyaron a José Bonaparte, el Pepe Botella del casticismo de la época, fueron tenidos por malos españoles, sin distinciones. Artola dejó claro que un grupo no pequeño de los españoles que defendían el fin del Antiguo Régimen, es decir la separación de poderes, la igualdad ante la ley, la existencia de una Constitución y el rechazo al absolutismo, formaba parte de aquella denostada gente.
Los libros donde se estudiaba la guerra de la Independencia no hacían distingos: los afrancesados eran malos españoles por una sencilla y contundente razón: estaban al servicio del hermano de Napoleón, el emperador de los franceses, quien pretendía convertir a España en un satélite -más de lo que ya era por obra y gracia del valido Manuel Godoy- de la Francia de las águilas imperiales. Eran agentes de un estado extranjero. Cuando, por ser figura clave para comprender aspectos sumamente interesantes de aquella época, había que aludir a Goya, se pasaba de puntillas sobre el posible afrancesamiento del genio de Fuendetodos. Fue pintor de cámara de José Bonaparte y eso lo ligaba a quienes habían sido colaboracionistas con los gabachos. Colocar a unos de los grandes de la pintura universal en el bando de los traidores a España, al estar al servicio de un monarca extranjero, era demasiado. Por eso se pasaba de puntillas y se centraba la atención en sus cartones para tapices, se ensalzaban los dos cuadros impagables que nos dejó sobre lo ocurrido en Madrid el 2 y 3 de mayo de 1808, se dirigía la mirada hacia sus espléndidos retratos, a sus majas o a las llamadas pinturas negras, que decoraron las paredes de la Quinta de Sordo donde pasó Goya sus últimos años de vida en España, antes de exiliarse a Francia, amargado con las fechorías de Fernando VII, so capa de tomar las aguas en un balneario cercano a Burdeos.
El concejal García, pieza fundamental en el inestable equilibrio de la gobernabilidad de Córdoba y licenciado en Historia, ha analizado desde su particular óptica la situación en que se encuentra la Mezquita-Catedral y llegado a una conclusión llamativa desde una perspectiva histórica -sin el más mínimo fundamento jurídico- sobre el dueño del templo. Según García, la propiedad es de la Santa Sede; es decir del Estado Vaticano que, aunque de dimensiones minúsculas, como señalaba días pasados José Javier Amorós en una columna digna de enmarcar, no deja de ser un Estado extranjero. Siguiendo el discurso de García, los obispos y los canónigos, los abades y los priores, los párrocos y los curas, las monjas y, desde luego, los jesuitas que hacen, además de los tres votos que efectúan todas las órdenes religiosas, un cuarto de obediencia al Papa, son malos españoles. Perversos agentes al servicio de una potencia extranjera. Por obra y gracia de García, aparecerán como perversos españoles, sin distinciones. Serán necesarios varios siglos para que aparezca un historiador que, como Miguel Artola, reivindique la figura de muchos de estos detestables sujetos que se empeñan en mantener en poder de un Estado extranjero un trozo del solar patrio donde habría que incluir los inmuebles en manos de la Iglesia.
García debería reflexionar -su currículum señala que es licenciado en Historia- acerca de tan aventuradas afirmaciones que nos pueden llevar a conclusiones tan… dejémoslo en llamativas como es la suya.
(Publicada en ABC Córdoba el 16 de marzo de 2016 en esta dirección)