Septiembre es mucho más que un mes en que cambia una estación. Mucho más que el final del verano y el comienzo del otoño, al menos el otoño astronómico. Es el mes en que quienes han preferido que sus vacaciones no coincidan en la plenitud del estío, donde los lugares están muy concurridos, demasiado concurridos en muchas ocasiones, disfrutan del ocio. Pero sobre todo es el mes en que se inicia la actividad escolar y eso son palabras mayores porque supone un cambio radical en las formas de vida de millones de familias españolas. Estos días de la primera quincena de septiembre, con algunos días de diferencia, unos ocho millones de alumnos vuelven a las aulas.
A diferencia de lo que ocurría hace sólo unas décadas, la actividad académica, comienza en todos los niveles escolares. En otro tiempo septiembre era el mes en que comenzaban las clases en la Enseñanza Primaria. El Bachillerato y la Universidad comenzaban —por aquello de que había que resolver la llamada convocatoria de septiembre, hoy desaparecida— en octubre. Hace ya algunos años los estudios de bachillerato, al quedar los institutos como centros donde se imparte la Enseñanza Secundaria obligatoria, comenzaron sus clases en septiembre. A ese comienzo septembrino se ha incorporado recientemente la actividad docente en las Universidades.
Esa vuelta es entendida por muchos como la vuelta a la normalidad en la vida familiar. También supone un cambio entre quienes entienden —desgraciadamente no son pocos—que los centros educativos son lugares donde los niños están recogidos, sin mayores planteamientos. Como si los centros de enseñanza fueran una especie de guarderías para mayores.
A propósito de guarderías, en ellas se viven los momentos más dramáticos de los comienzos del curso. Los llantos y los berrinches de los más pequeños lloran a lágrima viva en los centros, al menos durante los primeros días. El trabajo de maestros, por lo general maestras, y monitoras de estos niveles es verdaderamente encomiable. Como lo es el de los profesores que ejercen su actividad en la etapa infantil. Han de hacer frente a dos docenas de alumnos de pequeñas edades, lo que supone no pocas dosis de heroicidad.
Hace algún tiempo que llama la atención el hecho de que, ante la disminución de la natalidad, se cierran líneas en los centros porque no hay alumnos suficientes. ¿Han pensado quienes toman esas decisiones lo importante que sería disminuir la ratio de alumnos por aula? Los profesionales han de hacer frente a situaciones que son más complicadas cuanto mayor es el número de alumnos que han de atender.
Si en los centros hay aulas y tenemos un número suficiente de profesores, ¿por qué no se busca una mayor racionalidad en cuanto al número de alumnos por aula? La respuesta puede encontrarse en que el interés de nuestros gobiernos por la enseñanza ha sido política y han visto en ella un poderoso instrumento ideológico. Sólo así se explica la cantidad de leyes educativas puestas en funcionamiento y rápidamente desechadas. Es posible que hayan considerado que lo importante es el control ideológico y no se plantean que puede ser el momento de mejorar la calidad de la enseñanza al disminuir el número de alumnos que debe atender un maestro o profesor.
(Publicada en ABC Córdoba el 16 de septiembre de 2022 en esta dirección)