Nos dejó un legado no siempre valorado ya que su reconocimiento definitivo llegó a principios del siglo XX.
Hace cuatro cientos años, en 1614, Doménikos Theotokópoulos, más conocido como el Greco, moría en Toledo a la edad de setenta y tres años, lo que denotaba cierta longevidad para la época.
Hoy las campanas de veinticinco templos de Toledo repicarán en su honor y como acto del comienzo de las celebraciones del cuatrocientos aniversario de su muerte en dicha ciudad, en la que se instaló provisionalmente porque entre sus mentores se encontraba don Diego de Castilla, deán de la catedral toledana. Su propósito era instalarse en la corte y hecerse, si Felipe II lo aceptaba, con el encargo de la decoración de monasterio del El Escorial. Sin embargo, el lienzo que pintó para uno de los altares del templo escurialense, «El martirio de San Mauricio y la legión tebana», no satisfizo los deseos del monarca. Ese fiasco hizo que su estancia en Toledo fuese definitiva. Allí consiguió una importante clientela entre los eclesiásticos de la ciudad que ostentaba la sede primada de España y entre la nobleza toledana.
El greco fue un personaje extraño en sus comportamientos. Se cuenta que en Roma, donde había estado antes de venir a España, fue expulsado del palacio del cardenal Farnesio por un incidente con el mayordomo. Julio Mancini —biógrafo de importantes pintores de esa época— nos cuenta que Theotokópoulos se ganó la animadversión del mundo artístico romano al señalar que decoraría con ventaja la Capilla Sixtina, si se eliminaran los frescos de Miguel Ángel y se le encomendara dicho trabajo. Por esas fechas el papa Pío V se planteaba cubrir los desnudos de algunas figuras del «Juicio Final», por considerarlas indecentes. También Toledo tuvo fuertes diferencias con el cabildo catedralicio a cuenta del dinero en que se tasó «El Expolio», al considerar el pintor que era ridícula la suma que se le pretendía pagar por aquel lienzo destinado a la sacristía de la catedral. También surgieron diferencias por el pago de una de sus obras más famosas, «El entierro del conde de Orgaz» dando lugar a un sonado pleito entre el artista y el párroco de la iglesia de Santo Tomé que le había hecho el encargo. Incluso el hecho de tener dos hijos naturales, uno de ellos muerto prematuramente y otro —Jorge Manuel— habido de una relación con la enigmática doña Jerónima de las Cuevas con la que nunca contrajo matrimonio y de la que se ha dicho desde que se trataba de una morisca a una dama de alcurnia; también que vivió amancebado y que todo fue un desliz que condujo a la madre al convento. En cualquier caso una vida poco común en la España que vivía el momento álgido de la Contrarreforma y con una Inquisición vigilante.
Todo eso son hoy cuestiones menores ante la importancia del legado artístico que nos dejó. Un legado no siempre valorado y que obtuvo el reconocimiento definitivo en los primeros años del siglo XX al comprobarse la importancia en las llamadas vanguardias de su originalísimo estilo, que lo han convertido en uno de los grandes maestros de todos los tiempos. Bienvenido sea ese repique de campanas que hoy sonará en Toledo como anuncio del comienzo de las celebraciones del cuatrocientos aniversario de su muerte.
(Publicada en ABC Córdoba el 18 de enero de 2014 en esta dirección)