Terminaba Guy Sorman su “Diario de un optimista” del pasado lunes, 26 de junio, afirmando que “para renovar un país no hay nada mejor que volver a entroncarlo con sus viejas glorias”. Estoy, sin entrar en detalles, de acuerdo con dicha afirmación. Lo que ocurre es que para que eso pueda ser así es necesario conocer a las denominadas “viejas glorias” de un país. Sin ir más lejos, Pablo Iglesias Turrión -ha dado clase en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología en la Universidad Complutense de Madrid, algo que hoy no significa gran cosa- confunde el título de las obras que cita, como tampoco atinaba -Albert Rivera se lo echaba en cara en el debate de la fracasada moción de censura- con el nombre de uno de los padres de la Constitución: Jordi Solé Tura. ¿Se le puede pedir a este profesor universitario, que se titula politólogo, que acuda a las viejas glorias del país? ¿Se le puede pedir eso, después de oír su particularísima interpretación de nuestro pasado con que nos ilustró en el debate de investidura?
Como hemos señalado, para acudir a las viejas glorias hay que conocer el pasado, sin trampas. Con sus luces y sus sombras. Saber lo supone Quevedo o Saavedra y Fajardo en nuestro pensamiento político del siglo XVII, lo que significó el teatro, muy popular, de Lope de Vega o los planteamientos de aquellos arbitristas que, como Tomás de Mercado, con su “Suma de tratos y contratos” y Martín González de Cellorigo con su “Memorial de la política necesaria y útil restauración de España…”, se encontraban muy lejos de las simplificaciones de gran parte de los arbitristas de la época y cuyas propuestas no pasaban de ser ocurrencias. Significa compartir o, en su caso rechazar, los pensamientos que forjaron la Ilustración española, mucho más importante de lo que sostienen aquellos que tildan poco menos que de paréntesis poco importante en nuestro pasado al siglo XVIII por considerarlo, como hacía don Marcelino Menéndez y Pelayo, el menos español de nuestros siglos. Supone conocer la obra de los liberales que alumbraron las constituciones de nuestro siglo XIX donde late un espíritu de lucha contra las arbitrarias muestras del absolutismo del Antiguo Régimen con su terrible epígono fernandino. Conocer el pensamiento que alumbró el llamado regeneracionismo. Haber leído “Oligarquía y Caciquismo como la forma actual del gobierno en España” (1901), de Joaquín Costa; a Ricardo Macías Picavea: “El problema Nacional. Hechos, causas, remedios” (1899); a Lucas Mallada: “Los males de la Patria y futura la revolución española” (1890), a Julián Juderías: “La leyenda Negra” (1914) o el “Idearium español”, de Ángel Ganivet (1897). Acudir a las viejas glorias supone haber leído mucho y haberlo asimilado. Conocer que pensaban de nuestra historia presidentes del gobierno como Cánovas del Castillo, profundo conocedor de la España de los Austrias; Francisco Silvela, que publicó la correspondencia de Felipe IV con Sor María Jesús, la monja de Agreda.
Algunos políticos de la nueva hornada, que se están revelando como verdaderos pedantes -gentes que presumen de cultos sin serlo-, deberían saber que para acudir a las viejas glorias que tal vez echen luz sobre cómo resolver problemas a los que en otro tiempo fue necesario hacer frente, han de conocer el pasado. No tanto porque la historia se repita, sino para comprender por qué se llegó a situaciones dramáticas en las que todos perdieron. Uno más que otros, pero a la postre todos perdieron.
(Publicada en ABC Córdoba el 8 de julio de 2017 en esta dirección)