Las historias, legendarias en su mayor parte, acerca de tesoros escondidos han llenado miles de páginas. Los tesoros ocultos han llevado a que buscadores, asumiendo el relato legendario que señala una zona, más o menos amplia, excaven sin descanso, al considerar que en el origen de toda leyenda hay un núcleo de verdad.
En estas historias, insisto en lo de legendarias, se cuenta como gentes de otro tiempo, por lo general, vivieron en condiciones difíciles -no me refiero a las que, desde hace algún tiempo, los bancos ponen a sus clientes-, ocultaron su dinero y pertenencias más valiosas, esperando que la situación mejorase para recuperarlas. Tampoco me refiero a sacar el dinero del banco y guardarlo, como hacían nuestros antepasados, en un calcetín y esperar a que la situación cambie en las entidades de crédito. No lo digo por falta de deseo, sino porque tal y como está montado el sistema, en gran medida un tinglado, resulta de todo punto imposible. Los bancos son un mal necesario en nuestro tiempo. Tan necesario como que el gobierno de Rajoy tuvo que utilizar miles de millones de euros de nuestros bolsillos para rescatar a algunos que se iban a pique y ello hubiera resultado mucho más desastroso.
Pero a lo que íbamos, que era las historias de los tesoros escondidos en otro tiempo y que despiertan el interés de los buscadores. Una de esas historias, entre las muchas que hay, se sitúa en tierras de Córdoba y nos habla del tesoro que perteneció a un noble visigodo llamado Frigidario, quien abandonó Córdoba, huyendo de la morisma, después de tener noticia de lo que había ocurrido en la laguna de la Janda, que hoy cuenta con más apoyos que las riberas del Barbate, como lugar donde tuvo lugar la batalla en la que el ejército visigodo de don Rodrigo fue derrotado por Tarik y sus bereberes.
Frigidario, que era hombre rico y entrado en años, estaba casado con una mujer mucho más joven que él -esto se da con frecuencia no solo en las historias legendarias de tesoros-, llamada Egalinda. En su huida, para aligerar la marcha, ocultó en la dehesa de la Bastida buena parte de su dinero, pensando, con poca visión de futuro, que la presencia musulmana era pasajera y podría volver a recogerlos. Los acompañaba, para protegerlos, un joven guerrero que había salido con vida de la desastrosa batalla y logró llegar a Córdoba. Se llamaba Luega y era apuesto, joven y fornido. Como suele ocurrir en estos casos, surgió el amor entre el fornido guerrero y la joven esposa. Asesinaron a Frigidario, pero no localizaron el lugar donde este había escondido su dinero. Han sido muchos quienes han buscado el tesoro se Frigidario sin encontrarlo… hasta el momento.