Vaya por delante que la palabra “esculturifobia” no está admitida por la Real Academia de la Lengua. Pero siendo su lema fijar, limpiar y dar esplendor a la lengua española, terminará por admitirla porque el fenómeno del odio a las estatuas y la destrucción de las que representan la imagen de determinados personajes del pasado se extiende por los cuatro puntos cardinales. Una destrucción que va unida a ciertos planteamientos ideológicos que para nada tienen en consideración las circunstancias de vida y los planteamientos imperantes en las sociedades en que vivieron dichos personajes. En no pocos casos son consecuencia de una cierta interpretación de la historia que aplica criterios del presente a situaciones del pasado —lo que se conoce como presentismo— o simplemente son debidas a la ignorancia de quienes arremeten contra las esculturas. No se trata de un fenómeno nuevo. Hubo en el pasado auténticos enfrentamientos entre quienes rechazaban las imágenes y quienes se mostraban partidarios de ellas, por ejemplo en el terreno religioso, que dieron lugar a sangrientos conflictos en cuyo eje se encontraba la llamada iconoclastia en el imperio bizantino.

Los modernos “esculturicidas” buscan por ese procedimiento destructor lavar los agravios —según sus planteamientos— recibidos por sus antepasados o manifestar su oposición frontal a determinadas prácticas que eran las que imperaban en otro tiempo y eran tenidas por normales situaciones que hoy pueden parecernos detestables. Por ese camino se podrían llegar a ver en el futuro actos que hoy nos parecerían inverisímiles. Por ejemplo, si hay quienes sostienen y cuentan con su correspondiente parroquia de seguidores, que los gallos y las gallinas han de estar separadas porque los primeros violan a las segundas, es cuestión de tiempo que veamos cómo se destruyen estatuas de don Francisco de Goya y Lucientes porque era gran aficionado a la tauromaquia y dejó muestra de ello en una de sus series de grabados.

En los últimos meses hemos visto rodar por el suelo, en lugares muy diferentes, esculturas dedicadas a Cristóbal Colón, tachado de esclavista y genocida; también se ha arremetido contra fray Junípero Serra, fundador de las misiones en el oeste de Estados Unidos, tachado de clérigo intolerante cuando tenemos pruebas de su defensa de los indígenas de aquel territorio. Ahora le ha tocado el turno a la estatua ecuestre de Sebastián de Belalcázar, uno de los conquistadores españoles del siglo XVI, erigida en la ciudad de Popayán. Ha sido derribada por un grupo de indígenas, como un acto más de la protesta que protagonizaban en dicha ciudad.  La estatua es obra de Victorio Macho, uno de los grandes escultores españoles del pasado siglo y fue erigida en 1937 al cumplirse el IV centenario de la ciudad que fue fundada por Belálcazar, junto a otras localidades importantes como Cali en la propia Colombia o Quito que se alzó sobre las ruinas de la vieja Quito de los incas quienes la habían incendiado. Hoy es la capital de Ecuador.

Sebastián de Belalcázar era originario de la localidad cordobesa de la que tomó el apellido, algo habitual en la época. Sus apellidos originarios eran Moyano y Cabrera. Participó en numerosas expediciones, antes de ser adelantado de Popayán, como la que llevó a cabo otro cordobés, el egabrense Hernández de Córdoba, en el territorio de la actual Nicaragua. Fue un hombre de su tiempo. Hizo cosas que hoy nos parecerían detestables, pero juzgarlo con criterios del presente para justificar la barbarie que supone destrozar estatuas no es hacer justicia, como dicen buscar los “esculturicidas”

(Publicadas en ABC Córdoba el 19 de septiembre de 2020 en esta dirección)

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