Hace ochenta años, tal día como mañana, el uno de septiembre de 1939, la wehrmacht, cumpliendo órdenes de Hitler, invadía Polonia sin que hubiera una previa declaración de guerra. Los soldados alemanes lo hacían por la frontera occidental, mientras que por la oriental -a esto suele dársele menor difusión y se le resta importancia- lo hacía el ejército soviético, por orden de Stalin. Alemania y la URSS eran aliados, tras el acuerdo germano soviético, firmado por sus respectivos ministros de asuntos exteriores, Joaquim Von Ribbentrop y Viacheslav Mólotov. La heroicidad del ejército polaco, cuya caballería cargaba contra los tanques que invadían su patria, fue un sacrificio heroico, pero inútil. Unos meses más tarde, en la primavera de 1940, por orden de Laurenti Beria, máximo responsable de la NKVD -acrónimo ruso con el que se designaba al Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos- se llevaba a cabo la ejecución en masa de la oficialidad del ejército polaco y de su policía, de la intelectualidad y de personas de relieve del país para dejarlo descabezado. Es lo que se conoce con el nombre de la masacre del bosque de Katyn, durante mucho tiempo ocultada, posteriormente negada de forma reiterada por la Unión Soviética, que culpaba de la masacre a los nazis, hasta que se impuso la evidencia de los hechos y fue reconocida por la Duma rusa en un declaración oficial, el 26 de noviembre de 2010.
Era el comienzo de la que sería conocida como la Segunda Guerra Mundial, al declarar Gran Bretaña y Francia la Guerra a Alemania en los días siguientes al uno de septiembre. Las consecuencias de aquella conflagración fueron brutales desde el punto de vista humano y material. Hubo millones de muertos, víctimas de los numerosos combates librados en multitud de frentes de batalla -Dunquerque, Iwo Jima, Stalingrado, Normandía o Berlín-, de las ejecuciones en masa perpetradas contra las poblaciones civiles o de los terribles bombardeos que sufrieron muchas ciudades, algunas como Dresde o Colonia en Alemania e Hiroshima y Nagasaki en Japón quedaron literalmente arrasadas. Añádanse los muertos en los campos de concentración nazis donde perecieron millones de personas sólo por pertenecer a una etnia diferente a la de quienes, en su locura, se consideraban seres superiores y señores del mundo y, en menor medida, por sostener planteamientos ideológicos diferentes a los que formaban parte de los fundamentos políticos del totalitarismo hitleriano.
Las consecuencias materiales fueron también de una gravedad extraordinaria. La mayoría de los países que participaron en el conflicto perdieron buena parte de su industria o vieron sus infraestructuras severamente dañadas. En el caso de la Europa Occidental la reconstrucción sólo fue posible gracias al conocido popularmente como Plan Marshall, que supuso una inversión por parte de los Estados Unidos de catorce mil millones de dólares de la época -muchos de ellos en equipamientos, bienes y servicios-, para acabar con una situación de miseria que se presentaba como un excelente caldo de cultivo para la difusión del comunismo.
Hoy, ochenta años más tarde, en Europa no soplan los mejores vientos. Es como si las nuevas generaciones, ignorando la historia, hubieran borrado de su memoria lo que significó aquella guerra y las consecuencias que se derivaron de ella y que algunas de cuyas cicatrices se han borrado recientemente o están sin cerrar. Una vez más parece ponerse de manifiesto que los humanos son los únicos seres vivos capaces de tropezar reiteradamente en la misma piedra.
(Publicada en ABC Córdoba el 31 de agosto de 2019 en esta dirección)
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