Como digo, en aquellos tejados florecían antaño los jaramagos, que lucían esplendorosos en las alturas con la llegada de la primavera, con la aparición de altas temperaturas tras un invierno de agua. Constituían una estampa singular. Llamó la atención de algún viajero que, procedente de otras latitudes, buscaba en la España de los años del desarrollismo algo más que sol y playa. Oí contar, tiempo ha, que uno de ellos -teutón por más señas-, alababa entusiasmado la habilidad de los encargados de ajardinar los tejados con aquellas vistosas plantas de tallo verde y flores amarillas que deleitaban su vista. Lo que tanto admiraba al germano suponía un problema para el dueño de la casa que había de gastarse sus buenos dineros para limpiar periódicamente sus ajardinados tejados. Junto a la broza y al amparo de la frondosidad anidaban pájaros.

Este año, en algunas casas antiguas que resistieron al furor de la piqueta y todavía se mantienen en pie, con la impagable colaboración de las abundantes lluvias con que nos ha obsequiado el invierno y la entrada de la primavera con temperaturas muy altas algunos días, hemos asistido al florecer de los jaramagos en sus tejados. También a que la vieja historia del viajero germano que se deshacía en elogios a quienes los ajardinaban haya vuelto a repetirse. Hace unos días observé a unos turistas nipones que, pertrechados con esas cámaras que parecen formar parte de su esencia, no paraban de fotografiar los frondosos jaramagos que cubrían el tejado de una casa. Ignoro lo que decían -mi japonés no es bueno ni malo, no tengo idea, más allá de vocablos sueltos de saludo y despedida-, pero su expresividad era tan elocuente que no necesitaba de palabras para comprender su admiración. Pero, con toda seguridad, estaban tan impresionados como el viajero germano. Quizá más aún al proceder de un país que hizo un arte del adorno floral y de ciertos cultivos, casi rituales, de plantas concretas.

(Publicada en ABC Córdoba el 24 de abril de 2013 en esta dirección)

 

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