El paisaje que caracteriza un territorio no es una cosa inmutable. Ha vivido transformaciones, a veces muy importantes, a lo largo del tiempo. Se sostiene, sin fundamento que el geógrafo griego Estrabón, casi contemporáneo del emperador Augusto, afirmaba en su «Geografía», que una ardilla podía cruzar la Península Ibérica, desde los Pirineos hasta las Columnas de Hércules, sin poner los pies en el suelo. Es una leyenda. Pero las leyendas, en su origen suelen tener un núcleo de verdad.
La Península Ibérica en la antigüedad era tierra de densos y frondosos bosques que con el paso del tiempo iban desapareciendo. La madera fue el combustible utilizado durante siglos para calentarse o cocinar. Fue un elemento esencial para la edificación de las viviendas. La construcción naval, hasta la llegada de la revolución industrial, necesitaba de grandes cantidades de madera y el crecimiento demográfico de la población llevó a roturar nuevas tierras, que eran arrebatadas a los bosques, para poder alimentar a una población creciente. A veces el paisaje venía determinado por otros factores como era, por ejemplo, la existencia de una frontera. Se ha sostenido —la tesis hoy está muy cuestionada— que los reyes asturleoneses talaron bosques y envenenaron pozos en el valle del Duero para establecer una franja de tierra desertizada que les sirviera de protección ante los ataques de los musulmanes. En la Andalucía bajomedieval hubo una frontera durante dos siglos y medio que separaba los dominios de la corona de Castilla y los del sultanato Nazarí, lo que llevó a que en la franja de tierras fronterizas no se plantaran ni muchos olivos ni muchas vides, por el peligro que significaban la razias y riesgos de que fueran talados. La desaparición de la frontera, tras la conquista de Granada en 1492, hizo que los paisajes cambiaran de forma importante en lo que hoy es la Subbética.
Una campiña, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, es un espacio grande de tierra llana labrantía. Lo que en otra época se denominaba como «tierra de pan sembrar». En el caso de la campiña cordobesa, que no es tan llana como la sevillana y presenta importantes ondulaciones, el paisaje se está transformando y está cambiando su aspecto. En el sur de Córdoba hace tiempo que desaparecieron los espacios dedicados al cereal y los viñedos, salvo zonas muy concretas, están en franca regresión desde hace décadas. El cultivo del olivar, que en las tierras de labor del sur es hoy casi un monocultivo, está apoderándose de las tierras de la campiña. Su imagen, como tierra en la que se criaban los cereales y más recientemente el girasol, está desapareciendo y es posible que en pocos años —la velocidad a la que avanzan las plantaciones de olivos impresiona— haya finiquitado.
La razón principal de este cambio se explica desde una perspectiva básicamente económica: las importantes subvenciones que desde la Unión Europea se da a los olivos. Esa es una visión cortoplacista y el riesgo es muy grande. Las subvenciones no son eternas, dependen de decisiones que se toman a mucha distancia y pueden desaparecer en cualquier momento. Por otro lado, la existencia de un monocultivo, que es hacia lo que se está caminando a pasos agigantados en la agricultura cordobesa, no es necesario explicar los problemas que genera, incluida la amenaza que supone para la biodiversidad, al ser un ataque frontal contra la supervivencia de numerosas especies.
(Publicada en ABC Córdoba el 6 de octubre de 2018 en esta dirección)