Córdoba es una ciudad en la que dejaron su impronta tres culturas. Las que configuraron tres grandes religiones monoteístas: judíos, musulmanes y cristianos. Culturas que han dejado muestra de su presencia en la ciudad, a la que no se puede privar de un cuarto sello, el de importante urbes en época romana, cuando fue capital de la Bética. Las muestras son patentes en la ciudad y su entorno. Córdoba tiene una de las pocas sinagogas históricas que quedan en la Península Ibérica. Hoy es la más importante junto a las dos que son visitables en Toledo, el Tránsito y Santa María la Blanca. Añádase a ello el amplio barrio conocido, como la Judería, donde pueden rastrearse detalles importantes de esa cultura. Otro tanto, y de mucha mayor entidad, ocurre con las muestras de la cultura musulmana. Ahí están la que fuera Mezquita Aljama -catedral cristiana desde hace más de ochocientos años- y lo que ha llegado hasta nosotros, fruto en gran medida de procesos de restauración, de la ciudad palatina de los Omeyas. La presencia de la cultura y religión cristianas no necesita de mayores explicaciones, aunque no está de más reseñar, el espléndido templo cristiano que alberga la Mezquita-Catedral y las numerosas capillas albergadas en sus muros. Iglesias fernandinas, como Santa Marina o San Lorenzo, o los numerosos monasterios o casas señoriales que nos hablan de gran parte de la historia de Córdoba.
Pero una cosa es la existencia tres culturas y sus correspondientes religiones, y otra muy diferente que se diera entre ellas una relación de convivencia. Los judíos, en el mejor de los casos, fueron tolerados, en el sentido de soportados y, cuando llegaban los momentos de dificultad, eran perseguidos, sojuzgados y asesinados al ser tomados como chivo expiatorio. Ocurría tanto en territorio musulmán, como cristiano. Nada más lejos de la realidad la afirmación de que, cuando eran perseguidos en los dominios cristianos buscaban refugio en Al-Ándalus. La masacre de judíos en Granada, en el 1066, bajo dominio islámico fue tan terrible como la desencadenada en la Sevilla cristiana en 1391. El esplendor de la aljama de Lucena acabó con los almohades, cuyo integrismo religioso dejó numerosas muestras.
Las relaciones entre las dos religiones dominantes -el predominio de una u otra cambió a lo largo de los casi ocho siglos en que existió un Estado islámico en la Península- fue de enfrentamiento. Otra cosa fueron las alianzas políticas trenzadas entre cristianos y musulmanes para enfrentarse a sus propios correligionarios, que nos dejó ejemplos singulares. La frontera quedó siempre muy lejos de ser sólo una zona de intercambio cultural o comercial. Siempre resultó peligrosa, incluso en tiempos de paz. La que separó durante dos siglos y medio la Corona de Catilla del Sultanato Nazarí y dejó en numerosa poblaciones topónimos que llevan el añadido «de la Frontera». Esas poblaciones vivieron un espectacular crecimiento demográfico, al quedar suprimida al finales del siglo XV. Se produjo una fuerte corriente migratoria, atraída por la desaparición del peligro que había representado. En pocos años cambiaron los cultivos, según señalan los protocolos notariales, en lo que habían sido comarcas fronterizas. Los pastizales y las tierras de pan sembrar dieron paso a olivares viñedos. Había más confianza. Llaman, pues, la atención las palabras del consejero de Cultura de la Junta de Andalucía cuando, a propósito de la declaración de Medina Azahara como Patrimonio de la Humanidad, aludía al símbolo de convivencia entre las tres culturas -religión incluida- que significó la ciudad palatina de los omeyas.
(Publicada en ABC Córdoba el 28 de julio de 2018 en esta dirección)