No me cabe la menor duda de que dichas proyecciones demográficas están hechas con rigor encomiable y que sus autores trabajan con modelos contrastados. Pero en las tertulias se han tomado como una verdad que inexorablemente nos conduce al despeñadero. Nadie ha aludido a los cambiantes vientos de la historia ni a lo incierto del futuro. ¿Quién iba a decirle a Luis XVI y a la nobleza de Francia, pongamos por caso en 1785, que una década después en aquella nación no habría monarquía, habrían guillotinado al rey y desaparecido los privilegios nobiliarios? ¿Quién iba a vaticinar doscientos años después, en 1985, que una década más tarde no iba a existir la Unión Soviética, que el muro de Berlín estaría derribado y que el Pacto de Varsovia habría fenecido? ¿Quién es capaz de asegurar, a cuarenta años vista, que la población española será de cuarenta y un millones, un tercio de ella tendrá más sesenta y cuatro años, y sólo otro tercio estará en edad laboral?

Esas proyecciones demográficas, como hemos apuntado más arriba, estarán hechas con rigor, pero son sólo proyecciones, asentadas sobre supuestos y configuradas sobre probabilidades. Los tertulianos -supongo que porque auguran un futuro negro-, se refieren a ellas como algo ineludible. Ninguno, al menos que yo sepa, ha dedicado una palabra a señalar algo fundamental en el transcurso de la historia como es que el libre albedrío hace al ser humano impredecible. Ante la acogida dispensada en las tertulias, prefiero recordar los vaticinios de Spengler cuando auguraba mil años de vida al III Reich basándose en «proyecciones históricas», o afirmar como hace decir Tirso de Molina a don Juan en «El burlador de Sevilla»: ¡Que largo me lo fiáis!

(Publicada en ABC Córdoba el 22 de diciembre de 2012 en esta dirección)

 

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