Hace cuatrocientos años, en los últimos días de 1617 -la referencia que tenemos es que fue bautizado el uno de enero de 1618-, nació en Sevilla Bartolomé Esteban Murillo, uno de los grandes maestros del denominado Siglo de Oro español. Quizá el último junto al madrileño Claudio Coello, que nos dejó una de las mejores imágenes del Rey Hechizado en su obra “Carlos II adorando la Sagrada Forma” conservada en la sacristía del monasterio de El Escorial.
Murillo, según nos cuenta al cordobés Antonio Palomino en su Museo pictórico y Escala Óptica -la fuente más importante para acercarnos a los pintores españoles del barroco-, se formó en el taller de Juan del Castillo, pariente de su madre. Es poco lo que sabemos de sus primeros años. Palomino nos dice que pintó partidas de cuadros de carácter religiosos que se embarcaban con destino a las Indias, que viajó a Madrid y mantuvo una estrecha relación con Velázquez, quien le facilitó el acceso a los cuadros de las colecciones reales. También que después de este viaje regresaría a Sevilla, sin hacer el viaje a Italia que algún biógrafo le adjudica. Así mismos que su relación con Velázquez fue cordial y muy tensa con Valdés Leal, otro astro de la pintura de la época.
La Sevilla en que vivió Murillo era todavía la cabecera del comercio con las Indias, pero en un tiempo en que ya eran patentes los primeros síntomas de su decadencia. El esplendor del quinientos se convirtió, poco a poco, en una crisis que creció durante la primera mitad de la centuria siguiente y sentenció la terrible epidemia de peste de 1649, que redujo su población a la mitad en pocos meses. Sevilla sufrió un mazazo del que no ya se recuperó. Murillo lo padeció en sus propias carnes al morir, víctimas de la peste, varios de los hijos que formaban su numerosa prole. Fue testigo también de las terribles crecidas del Guadalquivir que inundaban gran parte de la ciudad causando estragos entre la población. Era ya un tiempo de dificultades que reflejó en sus cuadros de golfillos callejeros.
Eva Díaz, en su novela El color de los ángeles nos ha dejado un retrato magistral de cómo vivió Murillo aquellos terribles avatares, al tiempo que nos situaba ante la religiosidad de la época. Una religiosidad marcada, entre otras cuestiones, por el debate de la Inmaculada Concepción de María que en Sevilla, pocos años antes del nacimiento del artista, había vivido una recia polémica entre los franciscanos, defensores del inmaculismo y los dominicos, contrarios a su proclamación. La Inmaculada encontró en los pinceles de Murillo uno de sus grandes cultivadores. La que realizó por encargo del canónigo sevillano Justino de Neve, con destino al hospital de los Venerables, ha quedado como modelo. Esta “Inmaculada” conservada hoy en el museo del Prado después de haber formado parte del botín de los franceses en la guerra de la Independencia, fue comprada en 1852 por el museo del Louvre por la fabulosa cifra de 612.000 francos, la cifra más alta pagada por un cuadro en aquella época. Regresó a España, devuelta por el gobierno de Vichy, en 1941.
Sevilla ha recordado este cuarto centenario del nacimiento de Murillo con seis exposiciones. Entre ellas la de “Los Venerables” con obras suyas y de Velázquez. Un simposium internacional sobre el artista. Conferencias. Exposiciones bibliográficas. Conciertos… Ha sido el año de Murillo. Algunos deberían aprender que cuando llega el momento hay que aprovecharlo.
(Publicada en ABC Córdoba el 14 de octubre de 2017 en esta dirección)