El pasado 11 de septiembre hizo trescientos tres años que las tropas de Felipe V -para los catalanes, que habían proclamado como rey de España y acuñaban moneda con la efigie de Carlos III, era el duque de Anjou- entraban el Barcelona. Después de un largo y duro asedio, la Ciudad Condal se rendía sin condiciones al ejército vencedor. Se cerraba así uno de los últimos episodios de la guerra de Sucesión. Los españoles se habían enfrentado, según sus preferencias por un candidato. Unos apostaron por Felipe V, nombrado sucesor por Carlos II, el último monarca de la Casa de Austria en España, otros lo hicieron por el archiduque Carlos de Austria, cuyos derechos al trono eran los que su padre, el emperador Leopoldo I, se había irrogado. Contó con el apoyo, amén de una parte de los españoles, con las llamadas entonces Potencias Marítimas -Inglaterra que en el transcurso de la contienda se unió con Escocia, y Holanda- porque temían el enorme poder continental que podía suponer a los Borbones reinando a ambos lados de los Pirineos. Su objetivo era impedirlo y, si no era posible, desgastarlo todo lo posible.

Los catalanes, como los demás territorios de la Corona de Aragón, habían jurado lealtad a Felipe V en las Cortes celebradas en Barcelona a caballo entre 1701 y 1702, mientras el monarca juraba respetar los fueros del Principado. Poco más tarde, rompieron su compromiso y se sublevaron, proclamando rey al archiduque Carlos. Pagaron las consecuencias de su desafección y deslealtad. El decreto de Nueva Planta cercenó los fueros catalanes y sus instituciones quedaron suprimidas.

Rafael Casanova, que había optado por el bando austracista -era el nombre que recibían los partidarios del archiduque- y que había luchado, según sus propia palabras, por la libertad de España, fue perdonado como muchos otros catalanes y ejerció la abogacía hasta poco antes de su muerte, acaecida en 1743. Su figura ha sido tergiversada. Los independentistas catalanes lo consideran un símbolo de la lucha de Cataluña por separarse del resto de España, que es como, falsariamente, se interpreta aquella guerra en los ambientes independentistas desde hace bastantes años en Cataluña. Aquel conflicto fue muchas cosas. Un enfrentamiento dinástico entre austrias y borbones. Una contienda internacional en la que se vio involucrada  media Europa, prácticamente todo el occidente europeo. Una guerra civil entre los españoles alineados en los dos bandos enfrentados.  Nunca fue una guerra de secesión. Esa es una de las muchas falsedades históricas que se han acuñado en la Cataluña contemporánea para alimentar el rechazo a España. Un rechazo cultivado por la Generalitat, buscando hasta donde no existen razones para un supuesto agravio.

Hoy, buena parte de sus dirigentes -el gobierno y una mayoría parlamentaria- han faltado a su palabra, al compromiso que contrajeron al asumir la constitución de España y el estatuto de autonomía de Cataluña. No estamos como hace tres siglos. Pero aquellos catalanes del siglo XVIII, tras la derrota militar, hubieron de asumir las consecuencias derivadas del incumplimiento de sus compromisos. No sabemos en que quedara esta monumental farsa que han orquestado. Esperemos que paguen las consecuencias de tanto desafuero y desatino, que va mucho más allá de lo que podría considerarse el legítimo derecho de algunos a desear una Cataluña independiente. Eso sí, sin la doble nacionalidad y con el Barça jugando con el Palafrugell y el Figueras.

(Publicada en ABC Córdoba el 23 de septiembre de 2017 en esta dirección)

Deje un comentario