Los focos de las Olimpíadas de 2016 se han apagado. Rio de Janeiro, la ciudad anfitriona, y Brasil vuelven a su normalidad. Los deportistas han regresado a sus países. El impresionante despliegue de seguridad -soldados con amplios capotes bajo los que ocultaban las armas cada pocos metros en los recorridos de la marcha y del maratón- se ha desmontado. Las protestas contra el presidente Michel Temer tendrán que buscar otras formas de manifestarse. Ya son historia las tensiones vividas en la villa olímpica por las deficiencias o por problemas de seguridad y algunas por el comportamiento de determinados deportistas que quisieron pasarse de listos.
Para muchos es hora de hacer balance. Contar el número de preseas obtenidas por los deportistas de su país. En el caso de España se cumplieron los pronósticos. Algo parecido a lo ocurrido en Londres, en 2012 y en Pekín, en 2008. Diecisiete medallas en total, aunque el número de las de oro ha sido más elevado que en las mencionadas citas anteriores. Ha habido decepciones y alegrías inesperadas. Volaron medallas que se tenían poco menos que por seguras y se lograron otras con las que no se contaba. Para quienes los Juegos Olímpicos son fundamentalmente una clasificación de las medallas conseguidas los objetivos están cumplidos. Sin las alharacas de algunos directivos a los que ha faltado tiempo para echar las campanas al vuelo y sin los denuestos de alguno que ha tachado de gusano a uno de los triunfadores. La gente ha vibrado con partidos que se han resuelto en el último instante por diferencias mínimas, con medallas conseguidas por un centímetro o por un segundo. Éxitos que han llegado por la perfección -difícil de calibrar- de una gimnasta. Pero se suele comentar poco lo que hay detrás de todo eso. La dedicación, el esfuerzo, las renuncias que llegan, según confiesan los propios deportistas, hasta el dolor y el llanto por la dureza que exige la preparación.
En una sociedad donde el éxito es considerado por buena parte de sus integrantes como uno de los principales objetivos y que al mismo tiempo trata de regirse por principios sustentados en planteamientos que responden a un mínimo esfuerzo -algo que es impulsado desde muchos poderes públicos-, el sacrificio que hay detrás del éxito de los deportistas, también de los que no lo logran es algo que deberíamos tener muy presente. No se llega a participar en unos Juegos Olímpicos y mucho menos se consigue el triunfo sin sacrificio, renuncias y esfuerzo. La efímera imagen de los ganadores tiene muchos años de preparación y de privaciones de cosas que nos parecen cotidianas. Es cierto que los medios materiales, los recursos de que disponen los deportistas son extraordinariamente importantes. No hay más que mirar el medallero para comprobar que son los países con más y mejores instalaciones o que dedican presupuestos mayores al deporte quienes están en cabeza. Pero si no existe voluntad, deseo de superación, capacidad para el esfuerzo, todo eso resultaría inútil.
Rafael Nadal, Mireia Belmonte, Ruth Beitia, Carolina Marín y tantos otros no están ahí por casualidad. Ha sido el resultado de su trabajo y afán de superación, y por el trabajo de mucha otra gente: entrenadores, médicos, fisioterapeutas… Esa es una de las lecciones más importantes que podemos sacar de las recién clausuradas Olimpíadas. Más allá de haber vibrado y padecido emocionalmente con nuestros deportistas.
(Publicada en ABC Córdoba el 24 de agosto de 2016 en esta dirección)