El siglo XIX español es para los historiadores y para los amantes de la historia, un siglo apasionante, también trágico y agitado. Comenzó con una guerra, la de la Independencia, y terminó con  otra, a la que se calificó como desastre, contra los Estados Unidos de Norteamérica en Cuba, que liquidó los últimos restos de nuestro imperio colonial donde en otro tiempo llegó a no ponerse el sol. Fue trágico porque nuestros antepasados se enfrentaron en tres guerras civiles -(1833-1840), (1846-1849) y (1872-1876)-, que se dice pronto, donde amén de un conflicto dinástico se ventilaba, al menos en las dos primeras, conceptos de Estado diametralmente opuestos. Fue agitado por que se vivieron dos minorías de edad –periodos siempre propicios a la intriga y la inestabilidad-, la de Isabel II y la de Alfonso XIII; y se produjo, tras el destronamiento de la hija de Fernando VII, el periodo más agitado de nuestra larga historia, el llamado Sexenio Revolucionario, también denominado como Sexenio Democrático. En esos seis años (1868-1874) hubo dos gobiernos provisionales en los que ejerció como regente el general Serrano, se proclamó la Primera República que tuvo la friolera de cuatro presidentes de gobierno en sólo 11 meses y se vivió el intento frustrado de instaurar una nueva dinastía, la de Saboya, que sólo duró dos años. Al monarca que encarnaba esa nueva dinastía, Amadeo I, se le atribuye una frase lapidaria al abandonar España, después de abdicar: los españoles son ingobernables.

La España de hoy, más allá de problemáticas cuestiones añejas como es la tentación de un sector de la población de Cataluña de desligarse de España, lleva meses de inestabilidad gubernativa. La configuración parlamentaria resultante de las elecciones de diciembre de 2015 no permitió la formación de gobierno. Los resultados electorales de junio de 2016 tampoco parece que vaya a ponerlo fácil, aunque las urnas han dejado las cosas algo más claras. Lo que parece evidente es que los líderes tengan menos resabios, más capacidad de diálogo y entiendan que lo que las urnas dicen es que se hace imprescindible el acuerdo entre partes enfrentadas, algo a lo que no estamos acostumbrados en un país que ha vivido durísimos enfrentamientos, incluso con las armas en la mano, ante conceptos diferentes de organizar el Estado y las formas de vida. Hay quienes consideran que un pacto es poco menos que sinónimo de traición y empiezan a oírse voces que proclaman otra vez aquello de la ingobernabilidad de los españoles. No es cierto. Los españoles no somos ingobernables, podemos ponérselo difícil a nuestros gobernantes, pero ejercemos el mismo derecho que en otras democracias occidentales. Votamos cada cual lo que nos parece más conveniente, movidos por razones muy diferentes.  No es ingobernable un país que tiene  a sus espaldas una larga historia de muchas luces y algunas sombras -somos más dados a resaltar las sombras que las luces- y que es uno de los países más importantes del mundo. Ha alumbrado una de las pocas culturas a las que, con toda propiedad, puede llamarse universal en este planeta.

También ignoro en estos momentos si nos veremos abocados a unas nuevas elecciones, las terceras, antes de que finalice el año; esperemos que no. Pero sí sé que no somos ingobernables. Se equivocaba Amadeo, si es que dijo lo que se le atribuye, también quienes hoy insisten en señalarlo. Hacen ingobernable un país quienes son incapaces de ponerse de acuerdo para formar gobierno.

(PUblicada en ABC Córdoba el 2 de julio de 2016 en esta dirección)

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