No se ataca la aconfesionalidad por un crucifijo en una vitrina de objetos artísticos o un cuadro de San Rafael en el Ayuntamiento.
Datos recientes sobre la religiosidad de los cordobeses apuntan a que entre un 70 y un 80 por ciento de ellos se considera cristiano. No me caben dudas de que muchos de ellos —probablemente la mayoría— forman parte de lo que ha venido en denominarse como cristianismo sociológico. Es decir, se confiesen cristianos, pero sus prácticas religiosas, según la iglesia, son muy limitadas. No obstante, contraen matrimonio canónico, bautizan a sus hijos o cumplen con el ritual de la primera comunión. Ese sentido del cristianismo tiene que ver mucho con las tradiciones heredadas de nuestros mayores. Si se quiere, el cumplimiento de estos hitos en la existencia de las personas tiene mucho que ver con costumbres ancestrales, casi atávicas, que forman parte de cómo entienden la vida.
También es cierto que el proceso de secularización, entendida como separación de los asuntos públicos respecto a los religiosos en las sociedades europeas, ha sido muy intenso desde que la separación de lo que en términos históricos se conoce como la alianza entre el trono y el altar, cobró fuerza a partir de la Revolución Francesa. Esa separación fue imponiéndose, a veces entre tensiones sociales muy fuertes, en la sociedad española. No olvidemos que en nuestra primera constitución la de 1812 —obra de los liberales decimonónicos— se señalaba en el artículo 12 que: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra». Mucha agua hubo de correr bajo los puentes para que primero se declarase la libertad de culto —hubo de pasar medio siglo— y más tarde, casi siglo y cuarto después, se estableció el carácter aconfesional del estado, al recogerse en el tercer artículo de la Constitución de 1931 que «El Estado español no tiene religión oficial» e indicarse en varios de sus artículos del Título III que el Estado no favorecería económicamente a las iglesias, asociaciones e instituciones religiosas. La Constitución de 1978, actualmente en vigor, señala en su artículo 16 que «Ninguna confesión tendrá carácter estatal». Pero añade que: «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española…».
Está clara, pues, la aconfesionalidad del Estado, que no es lo mismo que laicismo. La alcaldesa de Córdoba está haciendo gala de lo segundo al eliminar cualquier símbolo de carácter religioso cercano a ella. En su derecho está. Pero debería tener en cuenta el mandato constitucional de que los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias de la sociedad española, aunque sean sociológicas. Las manifestaciones de carácter religioso —pueden o no compartirse— convocan a un número muy importante de personas, que en ocasiones se trata de muchedumbres. San Rafael es un símbolo, si se quiere sociológico, que no elimina su carácter religioso, para un importante número de cordobeses. Lo vemos en pinturas y en hornacinas en las fachadas de las casas, en monumentos públicos, en cuadros de grandes artistas y en la onomástica de muchos de sus vecinos. No se ataca la aconfesionalidad por la presencia de un crucifijo en una vitrina de objetos artísticos o porque un cuadro del arcángel San Rafael cuelgue de una pared del Ayuntamiento. Guste o no guste nuestra cultura está fuertemente enraizada en el humanismo cristiano, sostén intelectual de artistas y pensadores. La alcaldesa debería reflexionar algo sobre ello antes de precipitarse en la toma de decisiones que la llevan a desdecirse a las pocas horas. No es bueno.
(Publicada en ABC Córdoba el 8 de julio de 2015 en esta dirección)