Es la respuesta de un pueblo, de unas gentes a la pasión y muerte de Jesús que no tiene explicación en otras latitudes del cristianismo.
LA cronología lógica de los acontecimientos narrados en los evangelios sobre lo acaecido en Jerusalén hace más de 2.000 años, cuando era una provincia romana, está reñida con la celebración de la Semana Santa. Salvo los pasos de Jesús entrando en Jerusalén montando en un pollino y aclamado por la muchedumbre, rememorado por las llamadas «pollinitas» o «borriquitas» que hacen su estación de penitencia el Domingo de Ramos o los de Jesús triunfante sobre la muerte, que cierran los desfiles de la Semana Santa el Domingo de Resurrección, impera un desorden cronológico absoluto que no resistiría un análisis lógico. En cualquier ciudad o pueblo de Andalucía vemos salir imágenes de Cristo crucificado el lunes o el martes santo, mucho antes de que la tragedia del Gólgota tuviera lugar. También vemos como vírgenes, transidas de dolor por la pérdida del hijo, salen a las calles con anterioridad a que tal hecho ocurriera. Nos encontramos con santos entierros en Lunes Santo, santas cenas que lucen el Miércoles Santo o a nazarenos con su cruz a cuestas ese mismo día.
Esa falta de lógica en la secuencia temporal de los acontecimientos que se rememoran en la Semana Santa es algo en lo que reparan muchos visitantes foráneos que visitan Andalucía por estas fechas, atraídos por su Semana Santa. Pretenden aplicar la lógica de un planteamiento racional a algo que no lo tiene. No es posible entender lo que se vive en las calles y plazas de Andalucía —por extensión en la mayor parte de España— desde una perspectiva cartesiana. No es posible porque la Semana Santa es, fundamentalmente, una suma de sentimientos y emociones. Es ver cómo al ritmo de unos tambores o unas trompetas, asoma una imagen por una esquina, mecida con verdadero mimo por unos costaleros, santeros u hombres de paso, que cargan sobre sus hombros durante horas cientos de kilogramos, emocionados por hacerlo. Es la misma emoción que hay en la voz del manijero o del capataz que manda la cuadrilla. Es el sentimiento que puede verse en el rostro de mucha gente que asiste al paso de la procesión o que embarga la voz de quien canta una saeta desde un balcón o a pie de calle. Es la emoción que provoca el sonar, estruendoso en algunos momentos y delicado en otros, de esos tambores y trompetas que marcan el paso de quienes llevan los tronos.
La Semana Santa es la respuesta de un pueblo, de unas gentes a la pasión y muerte de Jesús de Nazaret, donde se dan la mano una religiosidad, entendida de forma muy particular, que no tiene explicación en otras latitudes del mundo cristiano, y una tradición que arranca de una época en que las manifestaciones religiosas tenían carácter muy diferente al de nuestro tiempo.
Quien pretenda verla desde una perspectiva que no tenga en cuenta esas emociones y sentimientos entenderá muy poco y desde luego no comprenderá la salida de un paso en el que Jesús aparece cenando con sus discípulos uno o dos días después de haberlo visto en otro crucificado y muerto. La cronología de los desfiles procesionales no responde a la lógica. Quien mire la Semana Santa con esos ojos no habrá entendido nada de lo que estos días ocurre en las ciudades y pueblos de Andalucía.
(Publicada en ABC Córdoba el 1 de abril de 2015 en esta dirección)