No se puede guardar silencio ante un crimen pero menos aún cuando busca silenciar a quienes ejercen la libertad.

HAN sido muchas las veces que hemos oído decir a alguien que no tiene palabras para expresar lo que siente ante un hecho que lo conmueve. Sucedía con los asesinos de ETA cuando salpicaron de sangre innumerables veces las ciudades y los pueblos de España, en la espiral de terror que desencadenaron durante décadas. Otro tanto ocurrió cuando, atónitos, vimos estrellarse los aviones contra las Torres Gemelas en Nueva York el 11 de septiembre de 2001. También faltaban palabras cuando en Madrid las bombas de los asesinos segaban dos centenares de vidas en vagones de tren, era el 11 de marzo de 2004. Un año más tarde, en 2005, volvía a repetirse esa situación en Londres; un 7 de julio, esta vez en el metro… Ocurre a diario en Bagdad y otras ciudades del mundo musulmán con el añadido de que su frecuencia es tal que las acciones de los terroristas —resulta terrible escribirlo— forman parte del panorama diario de los informativos de las radios y las televisiones. La última barbarie ha tenido como escenario la capital de Francia. Ha ocurrido en París el pasado día 7 y ha sido un golpe directo a uno de los pilares que sustentan las democracias. El asesinato de una docena de personas ha sido también un atentado contra la libertad de expresión. Esas personas han muerto por expresarse libremente, con un lápiz, una pluma o el teclado de un ordenador, o por defender a quienes quieren ejercer ese derecho.

Los medios de comunicación han especulado con que los asesinos pudieran estar vinculados a una organización terrorista con una estructura importante o eran eso que ha dado en llamarse «lobos solitarios». Tanto da si el asesinato lo enfocamos desde un punto de vista ético o moral, aunque no es igual desde la perspectiva de la actuación de las fuerzas de seguridad de los estados amenazados por las acciones de los terroristas. Pero al final estos asesinos, que pueden ponerse diferentes caretas, tienen siempre idéntico pelaje. Son los mismos fanáticos que, cuando matan, dicen hacerlo en nombre de una idea que puede tener raíces políticas, ideológicas, raciales o religiosas. Matan a quienes no comparten sus planteamientos o sus credos. Estos de París lo hacían invocando a Alá y a Mahoma.

Europa, que acoge en su seno importantes minorías musulmanas en muchos de sus países, está convulsionada con este atentado. Si todos los crímenes son execrables —máxime cuando se trata de matanzas indiscriminadas, perpetradas en zonas públicas donde hay concurrencia de personas—, cuando se asesina a alguien por expresar una idea, que puede ser compartida, rechazada o incluso parecer abominable, se pisa un terreno particularmente sensible en una sociedad que ha hecho de la libertad de expresión una de sus señas de identidad. Hay que recordar las palabras de Voltaire cuando decía: «No comparto lo que dices, pero defenderé con mi vida el derecho que tienes a decirlo». No se puede guardar silencio ante un crimen, pero menos aún cuando al asesinato se une el deseo de silenciar a los que no piensen como quienes aprietan el gatillo.

Estando sin palabras, resulta imprescindible denunciar a los asesinos y también a quienes los apoyan o… los justifican.

(Publicada en ABC Córdoba el 10 de enero de 2015 en esta dirección)

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