Su figura, denostada por los ideólogos de izquierdas y de derechas, es capital para entender la historia de la España del s. XX.

HACE ciento cincuenta años Alejandro Lerroux nacía en La Rambla, un 4 de marzo. Su vida se prolongó hasta mediados del siglo XX —falleció en Madrid en 1949— y fue ciertamente azarosa. Estuvo marcada por los lances y, desde fecha muy temprana, ofrece tintes claroscuros, como si saliera del pincel de un pintor barroco. Su controvertida existencia no es óbice para recordar que fue un cordobés que alcanzó la presidencia del gobierno —Lerroux lo fue en diferentes ocasiones durante la II República— y que su actuación política fue determinante en momentos cruciales de nuestra historia contemporánea.

Se olvida con frecuencia que en los años postreros del siglo XIX, tras las exequias del partido progresista —monárquico en la España isabelina y llevado al republicanismo en su última etapa por Ruiz Zorrilla—, fue Lerroux quien buscó la revitalización de los viejos esquemas republicanos, ligados al retraimiento electoral, a planteamientos burgueses, a la incitación al golpe de Estado o a la actuación en el terreno de las sociedades secretas, mediante el acercamiento a los postulados socialistas. Fue él quien, lejos de posturas que tenían mucho de diletantes, pugnó por incorporar las tesis del republicanismo a las masas populares. También fue su partido, el Radical, el que permitió las coaliciones para poder gobernar tanto en el bienio 1931-1933 como en el 1933-1935. En el primero con Azaña y los socialistas, en el segundo con Gil Robles y la CEDA. Se tiende a recodarle por sus soflamas incendiarias y su capacidad para la agitación social, que lo llevaron a convertirse en el Emperador del Paralelo; o porque en sus primeros años en el Madrid de las postrimerías del siglo XIX, cuando se iniciaba en el periodismo, convirtió el duelo en una práctica habitual de su vida. Hay quien sólo le asocia a los escándalos que acompañaron su trayectoria pública. Su nombre aparece indisolublemente unido al llamado caso del «estraperlo» —acrónimo, hoy admitido por la Real Academia, que deriva de los nombres de Strauss y Perle, dos sujetos que trucaron el juego de la ruleta en ciertos casinos—, uno de los episodios señeros de la corrupción que manchó a la II República. Menos conocido es el hecho de que cursó el bachillerato en un solo día. Obteniendo el grado en el instituto de Figueras, tradicional feudo del republicanismo, o que consiguió, también en un solo día y con extraordinarias calificaciones —nueve matrículas de honor—, la licenciatura en derecho, en 1933, en la Universidad de La Laguna, centro del republicanismo isleño.

Su figura poliédrica, muy denostada tanto desde posiciones ideológicas ligadas tanto a la derecha como a la izquierda, es capital para entender algunos de los episodios más importantes de la historia de España del primer tercio del siglo XX. Merece un recuerdo, no sólo porque nació en La Rambla, pese a que entre sus vecinos no gozaba de la mejor fama —quisieron lincharlo cuando en 1902 regresó al pueblo que lo vio nacer— y porque durante varios vivió en Córdoba, en la calle Alfayatas. Allí, según él mismo dejó escrito, tuvo conocimiento del derrocamiento de Isabel II y de la revolución de septiembre, pese a que sólo contaba poco más de cuatro años. Merece ser recordado porque fue diputado por Córdoba y, como queda dicho, presidente del Gobierno.

(Publicada en ABC Córdoba el 12 de marzo de 2014 en esta dirección)

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