La guerra tras la muerte de Carlos II no fue de secesión como pretenden algunos para explicar lo ocurrido en España en 1714.

LA guerra que, como consecuencia de la muerte sin descendencia de Carlos II, el último de los austrias españoles, llamado el Hechizado al tomarse en consideración que su falta de sucesión se debía a un hechizo, fue un conflicto que históricamente puede ser abordado desde tres perspectivas. Esa guerra fue un enfrentamiento dinástico librado entre dos de las grandes familias reinantes en Europa, los austrias y los borbones, que arrastraban un viejo contencioso familiar y político. Fue también un conflicto internacional en el que, por razones muy diversas, intervinieron las grandes potencias de la época —Francia, España, el Imperio, Inglaterra, las Provincias Unidas (Holanda), Portugal, Saboya…—, cuyos ejércitos se batieron por gran parte del occidente Europeo. Se luchó en la frontera franco-germana, a orillas del Rin, en los Países Bajos, en el norte de Italia, en la península Ibérica. Se luchó en tierra y se luchó en los mares. Fue, en tercer lugar, lo que no quiere decir menos importante, una guerra civil entre españoles, al optar unos por el candidato austríaco, el archiduque Carlos de Austria, y sostener otros lo que Carlos II había dejado consignado en el testamento donde nombraba como heredero de sus reinos al duque de Anjou, que se convirtió en Felipe V.

Los partidarios de que un Borbón ocupara el trono de España y de que el duque de Anjou se convirtiera en rey se encontraban —ciertamente en proporciones diferentes de unos lugares a otros— en todos los territorios peninsulares. Los hubo tanto en la corona de Castilla como en la de Aragón. Lo mismo ocurría con los partidarios de la Casa de Austria, que encontró, por ejemplo, defensores de su causa en algunas de las familias nobles más importantes de la corona de Castilla, como es el caso de los Enríquez de Cabrera, Grandes Almirantes de Castilla. El duque de Medinaceli fue acusado de ser desafecto a Felipe V y conducido preso al castillo de Pamplona donde murió. En Granada hubo una conjura para proclamar rey al archiduque Carlos, a quien se referían sus partidarios como Carlos III siguiendo el ordinal que marcaba la línea sucesoria de la monarquía hispánica, en que un rey que llevara por nombre Carlos, sería, efectivamente, el tercero de ese nombre. La plaza de Gibraltar fue entregada por su comandante don Diego de Salinas, al príncipe Jorge de Hesse Darmstadt que la recibió en nombre de Carlos III. Que el almirante Rooke se apoderara de ella, en un acto más de los numerosos de carácter pirático que los ingleses han protagonizado a lo largo de su trayectoria histórica, es otro asunto.

Aquella guerra que concluyó, tras casi década y media de lucha, hace ahora trescientos años fue una guerra por la sucesión al trono de España. Fue la guerra de Sucesión española. En modo alguno, fue una guerra de Secesión como pretenden algunos para tratar de explicar, con una clara intencionalidad política, lo ocurrido en España en 1714. Aquel conflicto no fue una guerra de España contra Cataluña. Tanto en la corona de Aragón como en la de Castilla lucharon dos bandos en una auténtica guerra civil para tratar de que su candidato se convirtiera en rey de España.

(Publicada en ABC Córdoba el 14 de diciembre de 2013 en esta dirección)

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